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Caminar el paisaje del pasado

Travesías por los desiertos del Parque Provincial Ischigualasto en San Juan, los Parques Nacionales Talampaya en La Rioja y Las Quijadas en San Luis, y la Reserva Provincial La Payunia en Mendoza: un cruce al cráter de un volcán, formaciones de arenisca del Triásico y laberintos de ondulaciones gaudianas.

Hacer trekking por un bosque o un desierto son vivencias opuestas: entre los árboles hay más humedad en el ambiente y abundan la fauna y los arroyos. En cambio salir a caminar durante el verano por los desiertos -de Cuyo en este caso, o mejor dicho el Nuevo Cuyo que abarca a La Rioja- suele ser una experiencia calurosa pero no muy sufrida gracias a la sequedad; casi no hay sombra y la fauna es aún más esquiva.

Son sin embargo viajes rodeados de un aura arcaica que remiten a cuando los dinosaurios estaban en la cima de la cadena trófica, como amos y señores de la tierra.

Claro que estos desiertos eran entonces una selva de la que no queda nada: al caminar por estos senderos cuyanos pisamos los restos de lo que fuera la superficie de la tierra hace millones de años, sepultada y brotada otra vez por la fuerza descomunal del choque de placas que elevó a los Andes, explotando en mil volcanes. A continuación, opciones de caminatas por los desiertos de cada provincia de la región.

MURALLAS RIOJANAS 

Hay una decena de circuitos y modos de abordar el paisaje triásico surgido del fondo de la tierra en el riojano Parque Nacional Talampaya. Pero la opción más completa, esforzada y fructuosa es el circuito Quebrada Don Eduardo, que implica y bien vale sudar la gota gorda.

Comenzamos temprano en la mañana para eludir el sol. La camioneta cruza el portal de madera del parque y en minutos ya estamos caminando por el curso seco del río Talampaya, entre algarrobos varias veces centenarios.

Un giro a la izquierda nos introduce en la Quebrada Don Eduardo, hacia los rincones más profundos y menos transitados del parque. El guía propone sentarnos a la sombra de una gran roca sedimentaria para jugar al viaje en el tiempo desde el origen mismo de la tierra, un periplo reducido a una escala de 24 horas.

La hora cero sería el nacimiento de la Tierra hace 4600 millones de años. A las 9 de la mañana aparecieron los organismos unicelulares en los océanos, hace 3000 millones de años. Les llevó 250 millones de años más salir a tierra firme convertidos en los anfibios en la Era Paleozoica. El viaje a una velocidad de millones de años por minuto llega al Mesozoico, cuando anfibios y reptiles se adueñaron de la tierra mientras surgían los primeros mamíferos y dinosaurios, más o menos a las 10.40 de la noche.

“Es en ese momento donde estamos parados hoy en Talampaya, a comienzos del Triásico (un período interno de la era Mesozoica), cuando surgieron los reptiles mamiferoides de los cuales provenimos los mamíferos”, concluye el guía. 

De hecho, fue en el vecino Valle de la Luna donde se encontraron los fósiles de aquellos ancestros nuestros predecesores de los mamíferos, y del Eoraptor lunensis, el dinosaurio más antiguo que se conoce, el primero de la cadena evolutiva (70 centímetros de alzada).

Al surgir los dinosaurios y crecer hasta convertirse en gigantes, los mamíferos se quedaron estancados y escondidos entre las rocas en la forma de roedores. Hasta que un día –supongamos, el 5 de marzo del año 65.203.015 a.C. a las seis de la tarde– cayó un gran meteorito que oscureció el cielo por varios siglos con una nube de polvo, modificando el clima: los dinosaurios se extinguieron. Al salir el sol, los mamíferos emergieron de sus madrigueras, vieron que los dinos no estaban y coparon los espacios vitales del planeta.

De acuerdo con el esquema de las 24 horas, a las 10.30 de la noche comenzó la tercera era, la Mesozoica: los mamíferos se desarrollaron a sus anchas y conquistaron Laurasia y Gondwana (Pangea partida en dos). El Cenozoico transcurrió entre 65 y cuatro millones de años atrás, cuando los homínidos nos levantamos en dos patas ampliando el horizonte visual y los hábitos alimentarios: esto aumentó nuestra capacidad craneana. Con el fin del Mesozoico comienza la era Antropozoica, el reino de la bestia humana coronada segundos antes de la medianoche. Ya son las 12 de la noche en esta breve historia del tiempo y las 12 del mediodía bajo el ardiente sol riojano.

Retomamos la senda en silencio, abrumados por preguntas filosóficas y científicas que nos superan. Entonces el guía contraataca: “Miren esos estratos en la pared horadada del cañón. La superficie de la Tierra es una sucesión de placas de cuatro a 60 kilómetros de profundidad que flotan en el magma incandescente del núcleo terrestre”, teoriza con firmeza mientras se nos mueve el piso. Y agrega que estamos parados sobre la placa Sudamericana que choca desde hace millones de años con la de Nazca, la cual llega por las profundidades del océano Pacífico.

Resultado de ese choque intercontinental nosotros estamos parados hoy en un desierto. Los Andes cortan el viento que llega del Pacífico, el aire descarga su humedad sobre las montañas y llega seco al lado argentino. Por eso el ambiente selvático en que vivieron los dinosaurios se convirtió en un semidesierto y fue sepultado bajo metros de sedimentos. Pero fue justamente el lento surgimiento de la cordillera de los Andes –y las fracturas generadas a sus pies– lo que hizo salir otra vez a la superficie el mundo del Triásico con los huesos petrificados de dinosaurios.

Por todo esto, lo que vemos hoy en Talampaya es un momento puntual del esquema de 24 horas: abarca apenas 15 minutos y medio, lo que duró uno de los tres períodos de la era Mesozoica: el Triásico.

Esta cuenca fue declarada Patrimonio Natural de la Humanidad por la Unesco porque muestra la secuencia completa del Triásico, parte de ella reflejada en la pared en la que nos apoyamos. “Miren esta franja color marrón y compárenla con la de abajo más oscura”, desafía el guía. Eso demuestra que hubo cambios en la atmósfera y por lo tanto en los sedimentos acumulados, dando lugar en términos geológicos a diferentes formaciones. 

La excursión avanza y el suelo que pisamos ya tiene otro significado, al igual que ese escarabajo que camina parado en dos patas sobre la arena. Atravesamos finalmente el Cañón de Talampaya –un agregado opcional a la Quebrada Don Eduardo que duplica el trayecto hasta los doce kilómetros– para caminar entre descomunales paredones de 180 metros rumbo a los vestigios de la era Antropozoica: un conjunto de petroglifos y morteros cavados en la roca por pobladores originarios que llegaron a la zona hace once mil años (o hace unos minutos).

EN EL VALLE DE LA LUNA 

En el Parque Provincial Ischigualasto de la provincia de San Juan hay un solo circuito de trekking, ignorado por la mayoría de los visitantes: la caminata al cerro Morado.

Nos dirigimos a las oficinas de guardaparques ya que no está permitido subir sin guía. Recargamos la cantimplora y salimos a caminar. Me paro al pie del cerro Morado y estiro el cuello frente a ese afloramiento basáltico vertical que alguna vez fue parte de un volcán. El guía infunde ánimos y explica que en la parte superior caminaremos sobre lava enfriada de color morado.

Arrancamos a pleno sol cenital entre cardones con brazos de candelabro, con la suerte de hacerlo durante el único día de vida de sus flores blancas. El guía nos señala otros cactus como el cola de zorro y el paleta. Nos agachamos junto a un arbusto de jarillas para sentir su fuerte aroma que se usa en las comidas.

El trayecto hasta la cima es de cinco kilómetros con 450 metros de desnivel. Luego de dos horas de caminata aún nos falta el tramo más empinado. El sol lastima y la última hora hasta la cima no es para todo el mundo: algunos integrantes del grupo desisten y se sientan en una roca a descansar y disfrutar de todas formas el paisaje desde la altura.

Coronamos la cima y la panorámica compensa el esfuerzo al sentarnos en un balcón natural frente a la amplísima llanura y esa gran depresión en el terreno que es el Valle de la Luna. Necesito hacer un paneo completo girando el cuello 180º para abarcar la amplitud a mis pies, una imagen vedada a quienes recorren el parque en el llano.

A la derecha se elevan las Barrancas Coloradas y a la izquierda se lee en la superficie la geología del valle: una serie de capas sedimentarias del Triásico, que estaban sepultadas de manera superpuesta, brotaron de lo profundo derramándose de costado como un mazo de cartas. En la lejanía huyen las dos líneas de fuga de la ruta y divisamos las sierras de Valle Fértil y los paredones gigantes del Parque Nacional Talampaya.

LABERINTO PUNTANO 

Segundos antes del alba, el primer rayo de sol enciende de rojo un cerro mientras rodamos sobre el ripio de Parque Nacional Sierra de las Quijadas en la provincia de San Luis.

Manchones verdes rompen la monotonía purpura del paisaje y dejamos el vehículo para asomarnos a un gran mirador que da al laberinto que atravesaremos: el Potrero de la Aguada. Es una gran hoyada de 4000 hectáreas delimitada por rectos acantilados de 250 metros de altura. Descendemos y arranca la caminata por un intrincado dédalo de grietas, galerías sin salida y sinuosos cursos secos de agua expuestos al arbitrio de las lluvias y el viento desde hace 120 millones de años, en cuyo centro corre manso un arroyo.

La sensación inicial es la de haber entrado en el cuento El Inmortal, de Jorge Luis Borges: “Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra”.

A medida que avanzamos el Potrero de la Aguada parece un viejo imperio desmoronado, una extensa sucesión de derruidas torres arcillosas que le otorgan al lugar un inconfundible aire a fortaleza de adobe. Por momentos nos encierran dos paredes rojizas y asistimos a cómo se teje y desteje una infinita trama de castillos de arena.

A TRAVÉS DEL VOLCÁN 

Partimos antes del alba desde la ciudad mendocina de Malargüe en una camioneta 4×4 hacia uno de los parajes más insólitos y desiertos de Sudamérica: la reserva provincial La Payunia, que concentra 890 conos de volcán.

Ya dentro de la reserva identificamos nuestro objetivo: el volcán Payún Matrú. La camioneta comienza a trepar sus laderas a campo traviesa exigida al máximo, mientras el guía explica que este es el volcán más grande del parque –3830 msnm- con una caldera de nueve kilómetros de diámetro: el objetivo es atravesarla caminando.

Rodamos por arenales negros de piedra lapilli y nos detenemos a tomar una foto. A nuestras espaldas se extiende una inmensa colada negra de 17 kilómetros llamada Escorial de la Media Luna, donde el volcán Santa María vació completo su contenido derramándolo por el valle como un río de lava.

Los guanacos están en etapa de migración y los vemos por centenares, agrupándose para emprender la travesía. Se calculan unos 10.000 ejemplares que suelen andar en grupos de 20 individuos. 

Cerca del borde de la caldera, luego de dos horas de ascensión, llega el momento de caminar. Pero antes nuestro guía se pone apocalíptico: “La tierra está geológicamente viva y mientras se mantenga caliente seguirán los terremotos, tsunamis y erupciones, consecuencia del calor subterráneo del núcleo a 6600 grados. Cuando ese magma entra en contacto con el manto litosférico, derrite la roca. Ese fluido comienza a subir y se acumula en cámaras magmáticas a cinco kilómetros de la superficie. Y al toparse con una grieta ese magma sube otra vez y se forman los volcanes”.

Aún inquietos ante la toma de conciencia del infierno de fuego bajo nuestros pies, descendemos al interior del cráter sin mayor esfuerzo para avanzar por un paisaje algo desconcertante, con una laguna azul en el centro.

Durante su última explosión hace 150.000 años, el Payún Matrú colapsó. El resultado fue esta impresionante caldera que hace perder la noción de las proporciones. La laguna parece cercana pero la caminata entre descomunales rocas ennegrecidas dura media hora. Finalmente llegamos a su orilla, al pie del pico Nariz de Marín, un resto de la antigua cima desplomada.

Ahora sí, estamos frente uno de los paisajes más desoladores de la región, en el centro de un descomunal anfiteatro donde la impresión es la de haber llegado al núcleo mismo de un pequeño infierno recién extinguido, un cementerio geológico en el que reina, por contraste, la paz más absoluta del universo.

Una experiencia de trekking a través de los siglos…una vuelta por el Cuyo geológico, te interesa? Tenemos preparado el viaje ideal para vos!

Fuente: Página 12, Por Julián Varsavsky