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Desafío Andes: El cruce de la cordillera en bicicleta

Cruce Los Andes en bicicleta

Comienza la Aventura. Había llegado por fin el día que esperábamos con tanta ansiedad. Estaba todo listo para comenzar una de las aventuras más emocionantes que me ha tocado vivir.

Parecía que el grupo entero de aventureros no iba a poder convivir en el reducido espacio del minibús durante más de quince horas de viaje, pero ni bien terminamos de cargar las bicicletas y el equipaje nos despedimos de amigos, familiares y novias y partimos. Dejamos atrás el pavimento y la ciudad de Buenos Aires para dirigirnos hacia el sur de Mendoza, sobre la majestuosa cordillera de los Andes. Íbamos a Las Loicas, un solitario paraje de frontera ubicado sobre el Paso Pehuenche, a más de 1800 metros de altura, muy cerca del límite con la provincia de Neuquén. Desde allí intentaríamos el cruce a Chile en bicicleta.

Atravesamos las provincias de Buenos Aires, La Pampa y San Luis y finalmente llegamos a Mendoza. En la ciudad de Malargüe, el equipo de apoyo nos recibió con un suculento almuerzo. Con el grupo completo seguimos hacia el campamento base ubicado en Las Loicas, ya en el paso Pehuenche, donde se iniciaba el Desafío Andes, una travesía de mountain bike a través de la Cordillera de los Andes. Una propuesta ambiciosa, exigente y hasta rara también, según nos decían quienes se enteraban de nuestros planes para el verano.

El lugar era inmejorable: un valle muy verde, donde corre el Río Chico cuando se deshielan las altas cumbres, en medio de enormes montañas que tiñen el paisaje de un encanto muy especial. El resto del día estaba destinado a la difícil tarea de distribuirse en las carpas ya instaladas, bajar y preparar las bicis que ya tenían unos kilos de más de tierra, lubricar cadenas y piñones y sobre todo comenzar a adaptarnos a los ritmos y características del lugar.

Después de un relevamiento milimétrico y de experiencias anteriores en diferentes lugares del país, habíamos elegido el Paso Pehuenche, un camino de ripio, no comercial y por lo tanto tan bello como solitario, para llevar a cabo una propuesta espectacular: cruzar los Andes en mountain bike. Para esto hubo un trabajo previo arrollador, tanto desde la organización como de los participantes. El grupo no estaba integrado por deportistas de élite, pero todos tenían resistencia física, dado que en la travesía uno mismo es el motor del viaje, y se trataba de disfrutar -y no padecer- lo que uno ha elegido.

Dada la cantidad de nieve caída en el invierno anterior, durante el pedaleo cruzaríamos innumerable arroyitos provenientes de los deshielos de las Altas Cumbre, por lo que no tendríamos problemas de agua.

En la mañana disfrutamos de un encuentro cercano con la fauna del lugar. No solamente tuvimos a los gallos como prescindibles anunciadores naturales del alba, sino que en un momento vimos una impresionante cantidad de chivos que se dirigían hacia nuestras carpas. Luego nos enteramos de que en esta zona de Argentina, la vida gira alrededor de la crianza del chivo. Cada enero, la Fiesta Nacional del Chivo que reúne pobladores de ambos lados de la cordillera. Para no despreciar los frutos del lugar, esa noche hicimos honor al apetito del ciclista y cenamos chivito asado.

Primer día: ¡En subida!

Por la mañana desayunamos e hicimos conjeturas sobre la resistencia de cada uno sobre la bici, hasta que llegó el momento de la charla preparatoria en la cual tratamos de unificar criterios y poner pautas para el buen desarrollo de la travesía. Hablamos desde temas de seguridad y recomendaciones en la conducción de la mountain bike, hasta de qué hacer con los residuos en la montaña. Luego de media hora de “adoctrinamiento” en pos de una feliz experiencia, llegó el solemne momento de partir. Hicimos una buena elongación de músculos, una ceremonia que se repetiría durante todo el viaje, antes y sobre todo después de pedalear. Con todos sobre sus bicis, llegó la foto de rigor. Después comenzaron a trabajar platos y piñones.

La primera etapa era de 40 kilómetros, y unía Las Loicas con un paraje solitario llamado La Veranada de Sepúlveda, previo paso por la aduana argentina. Antes de llegar a la aduana ya estábamos reparando un pinchazo. Enseguida los ciclistas se distribuyeron espontáneamente en dos equipos: el de pedaleo más fuerte denominado “polenta” y el cariñosamente denominado “Minardi”.

El camino era en subida y los fuertes vientos de frente nos obligaban a esforzarnos al máximo. Nos dábamos gritos de aliento y cada tanto parábamos para cargar nuestras cantimploras con agua helada de vertiente, y de paso aprovechábamos para sacar fotos.

El Paso Pehuenche es muy seco y ventoso, por lo que el trayecto se hizo muy duro, pero la belleza del lugar y el ánimo constante de todos, hicieron que ninguno aflojara. Después de cubrir los primeros veinte kilómetros paramos a almorzar. Luego de almorzar, llegó la sagrada siesta y se nos presentó un problema: no había nada de sombra. La solución eficaz no tardó en llegar: nos hicimos muy amigos en minutos y aprovechamos para conocernos un poco más, amontonándonos bajo la diminuta sombra del trailer.

Luego del descanso y superada la modorra general, comenzamos a recorrer los últimos veinte kilómetros del día. Estos fueron más difíciles todavía por el aumento de pendiente y fundamentalmente por el incansable viento en contra, que impedía que superáramos los siete kilómetros por hora de promedio. A medida que ascendíamos, la geografía del lugar mostraba su cambio; al final llegamos a ver los primeros y gigantescos manchones de nieve y el imponente Cerro Campanario, de 4049 metros, uno de los más altos del sur de Mendoza. Estaba nevado en su mayor parte. El atardecer generaba un espectáculo lleno de matices y sombras que pasaban por el rosa, el fucsia, el púrpura hasta llegar a un violeta, todo esto a las 21.

Llegamos al campamento con la poca energía que nos quedaba, en medio de abrazos, aplausos y gritos de alegría. Nos felicitamos por ese primer logro, ya que ninguno había subido al vehículo de apoyo. Después de los festejos, como presos de guerra, comenzamos a devorar lo primero que encontramos. Esa noche fue muy fría; tanto que las cantimploras amanecieron heladas. Pero eso no nos intimidó, y nos reunimos alrededor del fuego a contar las experiencias del día de cada uno.

Segundo día: el Paso Pehuenche, en plena cordillera

Nos levantamos en el segundo día de cordillera, tras pasar la noche más fría de todo el viaje. Sentíamos el esfuerzo del día anterior pero ninguno quería aflojar, de modo que después de desayunar iniciamos los cuarenta y cuatro kilómetros hasta el Valle del Campanario, en territorio chileno. Como si fuera un viaje de egresados para treintañeros, terminamos todos derrapando en bici sobre la nieve. Y lo peor, indecente e imperdonable: ¡hicimos guerra de nieve entre equipos parapetados detrás de las pobres bicicletas!

Nuevamente el viento no fue nuestro aliado. Nos obligó a parar con frecuencia a tomar agua, para evitar la deshidratación. La protección solar era parte de nuestra piel; el sol nos pegaba todo el día y era imposible encontrar sombra donde resguardarnos, ya que a esta altura casi 2500 metros no había nada de vegetación.

Fue esta la etapa más crítica del Desafío, subíamos bordeando la ladera sur del Campanario y el Río Chico. En esos momentos pedaleábamos en silencio, y el único aliciente era saber que durante la tarde comenzaría la bajada del camino. Cruzamos el hito de frontera argentino-chileno e increíblemente llegamos al punto más alto del Paso Pehuenche: 2560 metros, uno de los puntos más felices del viaje ya que allí comenzaba el primer descenso de varios kilómetros. Poco después llegamos a la Laguna del Maule, un enorme espejo azul en medio de tanta aridez, donde almorzamos, descansamos y algunos se bañaron, mientras Pancho nos explicaba su lección de geografía sobre la formación de valles en la Cordillera. Encontrar la laguna fue doblemente gratificante porque luego de semejante ascenso, tendríamos una inyección de adrenalina en estado puro con diez kilómetros de alucinante descenso en medio de los Andes.

Es difícil transmitir lo que se siente en un lugar con semejante belleza, con la montaña a un lado, el camino que se pierde en el horizonte y el precipicio con la laguna del otro. Igualmente difícil es convencer a los ciclistas para que reduzcan la velocidad. Luego de interminables horas pedaleando en subida, la pendiente es como un oasis y allá van con el rostro desencajado y la mirada demente puesta diez metros más adelante, olvidando el peligro que se corre en un camino en descenso de sólo cinco metros de ancho.

Después de una bajada frenética, donde rozamos los sesenta kilómetros por hora en interminables derrapadas, llegamos al Retén de Carabineros, el primer puesto fronterizo chileno. Allí revisaron los alimentos que llevábamos, ya que está prohibido ingresar carnes, lácteos, verduras y frutas. Fuimos atendidos en forma ágil, al tiempo que éramos testigos del impresionante caudal del Río Maule, que nace de la Laguna del mismo nombre. Como caía el sol continuamos viaje. Pasamos por la Cuesta de los Cóndores y por los Monjes Blancos, importantes formaciones macizas de piedra que adornaban el lugar.

A partir de ese momento, el camino sufrió una metamorfosis general y se modificó todo su entorno. Era sencillamente espectacular, muy angosto -sólo pasaba un vehículo- y corría junto a un precipicio de 150 metros. Como descendíamos constantemente, las reglas de seguridad se hicieron mucho más firmes, justo antes de que uno rodase sin mayores consecuencias. La recomendación principal es evidente: siempre hay que usar casco. Con el correr de los kilómetros, los poseedores de horquillas rígidas, supieron de las reales ventajas que se obtienen al tener una suspensión delantera en la mountain bike.

Llegamos al campamento al anochecer, sumamente excitados por el descenso y aplaudiendo a los que iban apareciendo. Mientras hacíamos la elongación pertinente, los que nunca habían hecho un ejercicio similar morían de risa por las posiciones tipo ballet que tenían que adoptar. Más tarde, ante la infaltable merienda, nos contamos las experiencias y peripecias de cada uno. Reparamos un cable de freno roto y nos bañamos, a pesar de la inhóspita temperatura del agua. El Desafío iba tomando forma. Mucho antes de la medianoche, ya no quedaba ni un ciclista en pie.

Tercer día: Por los valles chilenos

En la tercera etapa, el paisaje comenzó a cambiar nuevamente. Dejábamos el clima seco de alta montaña para encontrar la humedad y el verde, del lado chileno de la cordillera.

Los pinos aislados que encontrábamos en un principio se transformaron en bosques. El Río Maule, que llega hasta el Pacífico, se volvía cada vez más azul profundo y comenzaba a sumar rápidos y cataratas.

Luego de almorzar y mientras algunos dormían a la sombra, otros nos fuimos a bañar a una cascadita. El sistema de baño era muy divertido ya que para quedar debajo del agua, había que tomarse de unas ramas y dejarse caer debajo del shock de agua fría. Triste fue el final de las pobres lianas, cuando Claudio, uno de los aventureros, comenzó a columpiarse y terminó graciosamente sentado en el agua con las pobres ramitas en la mano.

Pasamos por el segundo puesto fronterizo de La Mina, y al preguntarle a un carabinero la altura de ese lugar, nos dijo que estábamos a cien metros sobre el nivel del mar. Nuestra conclusión fue que Chile se encontraba en una gran depresión geográfica o que el carabinero había tenido un pequeño error de cálculo, de mil cien metros aproximadamente.

Seguimos por Perquín, superando los cien kilómetros de travesía, y por Armerillos, que lleva ese nombre por las puntas de metal que usaban los indígenas en sus flechas trescientos años atrás. Llegamos al campamento establecido en Las Garzas, donde empezamos a encontrar pequeños poblados con gente que salía a las calles a ver a los “locos” que pasaban en bicicletas. Aquí tuvimos que dejar de tomar agua de ríos y vertientes, ya que de a poco nos íbamos acercando a la civilización – contaminación. Ya en el campamento y luego del baño correspondiente, y con la poca energía restante, se organizó un pequeño campeonato de truco.

Cuarto día: Misión cumplida

El cuarto día de pedaleo fue, contra lo que esperábamos, uno de los más difíciles, aún sin subidas, a causa del ripio grueso y especialmente por el sembradío de millones de serruchitos que complicaban la marcha. Durante la tarde entramos en el pavimento, y por más que la mountain bike está diseñada para los caminos de combate, fue una bendición: nos dolía hasta el ombligo. Se cuenta que más de uno besó el asfalto.

Algunos cambiaron las cubiertas con tacos por las lisas, más convenientes para el pavimento por su mejor adherencia y perfil, y mejoraron la performance considerablemente. Llegamos muy contentos por haber terminado con éxito esta etapa, y más aún por la belleza y tranquilidad del lugar donde se había establecido el campamento.

Aprovechamos el resto del día para descansar, hacer un picadito de fútbol y bañarnos luego en el lago. Terminamos el día encantados alrededor del fuego, cenando costillitas de cerdo asadas y acompañándolas en un gesto poco deportivo, pero justo para ese momento: unos buenos tintos chilenos.

La última etapa fue recorrida exclusivamente sobre pavimento, dado que nos acercábamos cada vez más a la civilización. Fue espectacular el pelotón que se formó, con todos los ciclistas codo a codo y en hileras de dos, separados sólo por milímetros entre rueda y rueda, sintiendo el rumor que generan las cubiertas con tacos en el pavimento.

Fue emocionante entrar en la ciudad de Talca con la escolta de carabineros chilenos, y llegar hasta la puerta del hotel donde nos íbamos a alojar. Igualmente emocionantes fueron los abrazos y apretujones luego del “Señores, felicitaciones, hemos cruzado la Cordillera de los Andes”. Se sentía que era un trabajo hilvanado por el aporte de cada uno y el festejo simbolizaba la alegría del logro obtenido por medio del esfuerzo y sacrificio conjunto. Esos 232 kilómetros recorridos simbolizaban mucho más de lo que eran.

Las cámaras de la televisión chilena entrevistaron a un grupo que nunca se olvidará, y más tarde vimos a los “héroes” del Desafío Andes en la pantalla, desde el hotel. Lo mejor del Desafío, definitivamente, fueron el grupo y el lugar, una meca para este tipo de actividades. Luego estuvimos en Santiago de Chile, pasamos frente al cerro Aconcagua e hicimos un rafting de grado 3 y por momentos de 4, pero eso ya es parte de otra historia.acercábamos cada vez más a la civilización. Fue espectacular el pelotón que se formó, con todos los ciclistas codo a codo y en hileras de dos, separados sólo por milímetros entre rueda y rueda, sintiendo el rumor que generan las cubiertas con tacos en el pavimento.

Fue emocionante entrar en la ciudad de Talca con la escolta de carabineros chilenos, y llegar hasta la puerta del hotel donde nos íbamos a alojar. Igualmente emocionantes fueron los abrazos y apretujones luego del “Señores, felicitaciones, hemos cruzado la Cordillera de los Andes”. Se sentía que era un trabajo hilvanado por el aporte de cada uno y el festejo simbolizaba la alegría del logro obtenido por medio del esfuerzo y sacrificio conjunto. Esos 232 kilómetros recorridos simbolizaban mucho más de lo que eran.

Las cámaras de la televisión chilena entrevistaron a un grupo que nunca se olvidará, y más tarde vimos a los “héroes” del Desafío Andes en la pantalla, desde el hotel. Lo mejor del Desafío, definitivamente, fueron el grupo y el lugar, una meca para este tipo de actividades. Luego estuvimos en Santiago de Chile, pasamos frente al cerro Aconcagua e hicimos un rafting de grado 3 y por momentos de 4, pero eso ya es parte de otra historia.

 

Fuente: Aventurarse, Mariano D´Alessandro