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La finca Los Alamos promete atractivos en los Andes

La histórica estancia, ubicada en San Rafael, es un buen punto de partida para combinar el sosiego y la aventura.

Cuando se abre el portal enverjado -artístico y metálico- de la finca Los Alamos, a un paso de la ciudad de San Rafael, se lee una fecha: 1830, y se entra a la vez en dos historias poco comunes.

Una proviene del siglo pasado cuando se fundó la finca -sobrevivió al terremoto de 1861 que devastó la ciudad de Mendoza y muchas poblaciones de la provincia-; y la otra, la que construirá cada turista a partir de la experiencia en el lugar, más la suma de excursiones fascinantes y paseos impensables que no excluyen el turismo de aventura. 

Ya no está el foso circundante que protegía contra la indiada, pero el patio mantiene el cercado de paredones, ahora alhajado con una piscina.

Para los turistas hay cinco cuartos en suite, amoblados de época, con ventanas enverjadas que soportan floridas macetas y dan a un parque arbolado. La sucesión de salas con sus hogares -uno con un par de inquietos querubines- desbordan de antigüedades, adornos y bibliotecas cuadros y platería.

Si se escucha el tañido de la campana, en el comedor espera la mesa tendida, con sillas virreinales y presidida por una tela de Norah Borges. También aguarda un sommelier de guantes blancos y una mucama que traerá bandejas y salseras que despiden el sabor cocinero a la manera de un incensario.

 

Comida y brindis

Los vinos -a un paso de 75 hectáreas de viñedos, de las 250 de la finca, cargados racimos de Cabernet Sauvignon, Malbec y otras cepas- son de las mejores bodegas lugareñas. La comida es casera, de campo, con la injerencia gourmet que le imponen los anfitriones, César Aldao Bombal y su esposa Chichina, y tal vez algún aporte de Camilo Aldao Bombal, el itinerante hermano de César, con quien afronta este emprendimiento de turismo rural, descendientes de Juan Bombal Valenzuela, que fundó la finca en 1820, nieto de un francés emigrado de Limoges.

Pan casero, empanadas -suele acertarse con torta de chicharrones y hasta torrejas-, sopa de papas, ravioles de espinaca o de pollo y otros rellenos bañados en salsa de crema o de hongos chilenos y hasta chivo al horno de barro, cercano a una acequia presurosa que deriva en los viñedos.

Truchas frescas a la crema o a la manteca negra, que se explican allí por la proximidad del criadero en el embalse Los Reyunos, y porque implantan las arco iris en una laguna del campo Santo Domingo, a cinco kilómetros, también propiedad de la familia Aldao Bombal, casi cinco mil hectáreas salvajes donde se esfuerzan por engordar vacunos -ganado criollo y cebú, además de chivos-, y que en sus pantanos guarda el tonelaje de medio centenar de búfalos de la India. 

En campo Santo Domingo se concretan las cabalgatas, y también se pescan truchas sembradas en la laguna (entretenimiento sui géneris, pero posible). Algunos hospedados sueñan con una cabeza de búfalo, pero los más ecologistas piden una travesía por esa vastedad para avistar aves, allí en abundancia.

La propuesta de visita cercana es un city tour por San Rafael, con sus buena bodegas, y un prolijo Museo Municipal de Historia y de Ciencias Naturales, dentro del parque Mariano Moreno en la isla del río Diamante. 

También vale correrse 17 kilómetros hasta 25 de Mayo, donde perduran las ruinas del fuerte de San Rafael y la más que centenaria iglesia Nuestra Señor del Carmen. Desde allí, se está en camino por la ruta 150 hacia varios embalses que suponen otras tantas excursiones, en especial al dique Los Reyunos y su villa, y Club de Náutica y Pesca. El dique se completa con el embalse El Tigre, que actúa como compensador, y más arriba está el lago de la represa Agua de Toro, en todos los casos con turismo náutico y pesquero.

Otra excursión fascinante es la que lleva por el cañón del Atuel hasta el embalse Valle Grande, y que aguas abajo propicia varios servicios de rafting.

 

Un poco de historia

Para el abundante desayuno en una especie de galería de invierno con vista al patio y piscina, pueden hojearse antiguos ejemplares de diarios y el libro suscripto por visitantes ilustres que precedieron a los turistas de hoy.

Toda una pieza literaria estampó Manucho Mujica Lainez («Feliz el que ha conservado la casa de sus abuelos.»), y el agradecimiento de Félix Luna, claro, tiene que ver con la historia del lugar. Y cuando Jorge Luis Borges incluyó en El oro de los tigres aquello de «Alta en la tarde, altiva y alabada…», se refería a la dueña de casa de entonces -junto con sus hermanas-: Susana Bombal, la escritora que resultó la artífice de que Los Alamos tuviera tan ilustres huéspedes (también Héctor Basaldúa), además de haber vuelto a los 28 años, casada y con hijos, a la finca de su infancia a restaurarlo todo, con sillones ingleses, camas de Niza y hasta una Virgen sevillana.

Cultísima viajera, fue la responsable que la finca atesore tantos libros, colecciones y adornos. Escribió La predicción de Bethsabé, Viento Zonda y El cuadro de Anneke Loors, entre otros. 

Era la hija de Susana Huges, que enviudó allí mismo en 1908, cuando en la finca murió Domingo Bombal Videla, el hijo más chico que había sobrevivido al terremoto de 1861, en el que murieron su madre y sus hermanas.

Progresista e infatigable, se cansó de esperar el progreso del ferrocarril, antes que la primera locomotora -que hoy adorna un paseo de San Rafael- diera la pitada del primer arribo. Su padre había firmado el traslado de la ciudad de Mendoza tras el terremoto, y la mutilación familiar lo enfiló a la incasable actividad. Era de esperar en un Bombal, para imitar al que llegó a poseer esas tierras que lindaban con Chile, adonde encaminaba las tropas de ganado por el paso del Planchón, en tiempos en que sus dominios eran inacabables, como la memoria.

 

Fuente: La Nación por Francisco N. Juárez