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Lo que nos cuenta el Picheuta

Consideramos al relato de una experiencia de pesca con mosca el río Picheuta, como algo extremadamente sensorial, desde lo visual y literario.

Sus costas cargadas de historias sintieron el retumbar de los primeros disparos de mosquetes y el choque agudo del acero de los sables y bayonetas; donde el humo de la pólvora se mezcló con los primeros gritos de los que estaban dispuestos a dejar la vida por la Libertad Emancipadora de América, corre el Picheuta.

Este arroyo, que vierte sus aguas en el Río Mendoza, se encuentra a unos veintiún kilómetros de Uspallata sobre el recorrido de una de las tres Rutas de la Provincia de  Mendoza ocupadas por el Ejército Sanmartiniano para pasar a Chile, conocida como Paso de Uspallata. En un sitio aledaño al arroyo, un fortín de avanzada, con un reducido número de milicianos sería de suma importancia para la custodia de esta ruta. Desde su emplazamiento se podía divisar cualquier movimiento de las tropas enemigas.

Pequeño alojamiento o lugar de reunión de la gente, es el significado que daban los indígenas a Picheuta. En el arroyo que adopta su nombre, se vuelve a repetir la convocatoria; incansables pescadores, acicateados en sus apogeos, caminaron sus ásperas cuestas y acarreos en busca de aventurosas sensaciones que guardaban sus aguas. Su incesante caudal acunó los históricos inicios de la pesca de salmónidos en esta zona de la Provincia.

Con el envión heredado de los que nos legaron sus andanzas, esa mañana nos encontraba sobre nuestros pasos tanteando piedras enormes; otras engañosas en su entereza nos hicieron derrapar sobre el ríspido pedregullo. Se iniciaba noviembre con nuestra primer salida a los arroyos. De a poco su caudal se iría engordando mostrando su bravura hasta llegar a los límites de peligrosidad para poder vadearlo. El primer tramo, largo, pesado y engorroso en su tránsito, nos había agotado.

Veíamos, recostada sobre una de las laderas de los cerros, cómo una larga lengua de barro había descendido invadiendo el arroyo que en ese sector venía encajonado. Su color ladrillo hacía más curioso el cuadro, al igual que dos chinchillones que estaban tomando sol y huyeron veloces a sus madrigueras entre las grietas de una roca. Julio recuperando su aire, prometía que dejaría de fumar para disfrutar futuros viajes, mientras nos arrimábamos a la llamativa formación. Comenzamos a subir por esta sólida masa, mezcla de piedra y barro, fuertemente endurecida. Desde una giba, alcanzamos a divisar un espejo por el agua contenida. Se había formado un pequeño dique, que dejaba verter sus aguas por entre las rocas de su base sin alterar significativamente el caudal del arroyo.

Detenidos a la altura del paredón contenedor, miramos hacia arriba, a la cima de los picachos cumbreños; una gruesa y espesa franja de lodo marcaba su descenso hasta nuestros pies. Y empezaron las deducciones por saber el origen de la obra propia de la naturaleza. Esa franja ocre fue producida por un alud de masa arcillosa que había bajado arrollando con todo lo que encontró en su camino. En las cimas de las montañas, suelen formarse reservorios naturales de agua en altura debido a que el sedimento, las rocas y el hielo van generando una especie de tapón, dando lugar a la acumulación de agua por deshielo o tormentas. En algún momento las filtraciones debilitan la pared, cediendo su contenido y provocando así un repentino alud. Julio quedó callado ante la explicación de Gustavo, mirando la voluptuosidad del fenómeno invasivo, empapándose de los rigores de la montaña. Nos quedaban unas arduas horas de marcha todavía; aún, debíamos pasar por una cascada que vierte sus aguas al vacío por varios metros, conocida como el Chorro de la Vieja.

Más adelante una piedra gigante al costado del arroyo sería el lugar donde acamparíamos, aprovechando la llanitud del terreno y la abundante leña. Pero la serenidad de las azulinas aguas del diquecito, que habían invadido los tamarindos y jarillas recién brotadas, dejaba traslucir el color intenso de sus follajes en las profundidades, y al ver, entre la vegetación ahogada, circulando unas truchas bastante desarrolladas, decidimos quedarnos.

Con el armamento listo, nos arrimamos sigilosamente a la orilla del embalse cordillerano y huyó el natural intercambio de camaradería que caracteriza a este deporte. Enzo José le enseñaba a Julio unos nudos mientras debatían qué mosca podrían colocar. El porteño, no se quedó atrás, y nos daba una verdadera clase de lanzamiento aprendida en su ciudad natal; en la Capital Federal, debido a la falta de ríos y lagos trucheros, a los aficionados a este deporte no les queda otra opción que practicar las técnicas de lanzamiento en los espacios verdes de la ciudad, por lo que adquieren acentuada habilidad. Julio logró colocar, en uno de sus tiros, la mosca cercana a las rocas de la costa de enfrente. Estaba ensimismado, con cara de preocupado; el escenario se le había complicado. Después del lanzamiento perfecto, había que recoger rápidamente la mosca para que no se hundiera demasiado y a la vez evitar que se enredara en un matojo de ramas y hojas. Escuchando los consejos de Enzo, José, Julio sorteaba la mayoría de los obstáculos naturales que no están en la teoría de los libros; ganar experiencia le requeriría pasar horas junto al arroyo.

El choque emocional tampoco estaba previsto; la adrenalina corrió por su cuerpo despertando un “¡¡guauuu!!, ¡qué piquee!”. Y enmudeció; otra vez, el porteño había quedado sin habla, pues había clavado su primer trucha en tierra cuyana, y entraba al segundo round, para tratar de sacarla. Recogía la línea para traerla desde el oscuro fondo; el reflejo del sol sobre la superficie del agua no nos dejaba ver bien hacia dónde se movía el pez.

Julio, con voz agitada, decía que debía ser una trucha muy grande porque la sentía pesada y peleadora; costaba acercarla. Cuando estuvo próxima a la orilla, dejó ver un plateado fugaz en movimiento y arremetió como un refusilo destellante desapareciendo por completo sin haberse desprendido de la mosca, lo que obligó a Julio a ceder línea. El trabajo de arrimarla comenzó nuevamente, pero esta vez parecía cansada. A unos metros de nuestra vista, observamos algo extraño en la trucha que venía enganchada de la mosca. Ya más cerca, parecía un ensamble de dos peces unidos por sus cabezas. Gustavo se arrimó y con un poco de resquemor, la tomó entre sus manos, sacándola fuera del agua.

La imagen de canibalismo nos dejó impresionados. La glotona trucha arcoíris no pudo con su voracidad y estaba atragantada con una de sus hermanas, que aunque de menor tamaño, le obstruía la boca y quedaba afuera más de la mitad del cuerpo y la cola; parecía imposible que la pudiese deglutir.  ¡Increíble!, estar atorada no le impidió ser seducida por la mosca de Julio. Vaya tentaciones la de estos peces no autóctonos.

 

Fuente: Brown Trout Argentina

Autor: Sergio Batata Bongiovanni. Del Libro LO QUE CUENTAN LOS RÍOS.

Edición y Contextualización: Jorge Aguilar Rech. (con autorización del autor)