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Mendoza conserva indeleble la huella de los huarpes

En Lavalle no solamente asoma la historia, sino también su perfil turístico.

 

Las últimas semanas del invierno y la primavera es la época más apropiada para disfrutar del agreste paisaje del desierto del nordeste de Mendoza.

Con clima riguroso y una aridez que impacta a primera vista, las vastas extensiones del departamento Lavalle son pobres en cultivos, pero ricas en tradiciones, religiosidad, historia y gastronomía. 

Configuran un abanico de entretenimientos que hacen olvidar la arena, la escasa vegetación y el sol que a mediodía pega duro.

Los descendientes de los huarpes que poblaron Mendoza hace 500 años son los anfitriones de quienes visitan ese territorio de cientos de kilómetros cuadrados.

Son conocidos como laguneros, apelativo que los identifica por la pesca y agricultura que realizaban alrededor de las lagunas sus antepasados hasta hace medio siglo.

 

Recuerdos del desierto

En los tiempos de las poblaciones indígenas el desierto no era tal. Cultivaban trigo y frutales, y vivían de la pesca en las grandes lagunas de Guanacache y del Rosario, alimentadas por los caudalosos ríos Mendoza y San Juan.

En 1940, la laguna del Rosario tenía una superficie de 3500 hectáreas con más de dos metros de profundidad y abundante pesca de truchas, pejerreyes y bagres.

Los pantanos y lagunas llegaron a extenderse a lo largo de 100 kilómetros entre los departamentos Maipú y Lavalle, pero desaparecieron en cuanto comenzó la explotación del cauce del río Mendoza para el riego agrícola mediante la construcción de diques y presas aguas arriba.

Dentro del mensaje de bienvenida que los descendientes de los huarpes brindan al turista cuentan que «como comunidad lagunera comenzamos una nueva etapa en la historia sin abandonar esta tierra; como anfitriones invitamos a compartir y aprender las costumbres y tradiciones de nuestro desierto». 

Uno de los atractivos principales es la capilla de las Lagunas del Rosario, declarada Monumento Histórico Nacional, cuya importancia religiosa y cultural se afianzó con la llegada a la zona de las primeras misiones jesuíticas evangelizadoras, en el siglo XVII.

Allí se puede acceder en automóvil por la ruta nacional 40 hasta el kilómetro 42, donde está el empalme por camino de tierra hasta las Lagunas del Rosario. Desde la ciudad de Mendoza son 67 kilómetros, que se pueden hacer en poco más de una hora y media.

Las opciones que Lavalle ofrece son múltiples. Por precios accesibles se pueden tomar clases de artesanía en cuero, telar, junquillo y arcilla en pequeñas charlas prácticas que duran dos horas. Hay otras opciones como los talleres de danzas tradicionales con sones del folklore cuyano, o bien clases prácticas para aprender a cocinar sopaipillas (tortas fritas) en una hora, que es tiempo suficiente para conocer las claves de las recetas y los secretos de este clásico de la gastronomía mendocina. 

Los laguneros enseñan, además, los rudimentos de la equitación, boleada del choique, y enlazada y pialada; también se puede elegir entre una gama de opciones de juegos tradicionales como la sortija, la cebada del mate, puntería con lanza y posta campestre.

Además, los recorridos por senderos del desierto que se pueden realizar a pie, en carros o en vehículos particulares son una opción para dialogar y escuchar historias y anécdotas de los descendientes de los huarpes, que vivieron en las lagunas de antaño.

Entre los platos típicos de la zona listos para degustar se destacan el locro, la carne a la olla, los pasteles, empanadas mendocinas, el chivo y el chilindrón. 

Una visita a la reserva natural del bosque Telteca es un complemento de las actividades con los laguneros y a ella se accede tras recorrer pocos kilómetros desde las Lagunas del Rosario. Se trata de una imponente extensión de médanos de 20.400 hectáreas con profusos bosques de algarrobo, chañares, jarillales y zampas.

Desde el paraje los Altos Limpios, la zona de médanos más elevada de la reserva, se puede apreciar un paisaje singular del desierto mendocino bajo un cielo siempre luminoso.

 

Fuente: La Nación