Puesteros, artesanos y bodegas de familia entre cabalgatas, platos tradicionales y el desafío de preservar la identidad de una región muy marcada por la inmigración, donde brotan las vides y nacen algunos de los mejores vinos argentinos.
Una amplia gama de amarillos y rojos se mezcla con verdeazuladas coníferas y el blanco de las altas cumbres mendocinas que, en una mañana de sol, nos reciben en el Valle de Uco, en el centro-oeste de la provincia, donde la naturaleza se conjuga con la tradición rural, los vinos de altura y el desafío de preservar la identidad de los pueblos originarios.
El valle, de 17.500 kilómetros cuadrados y cuyo nombre deriva de Cuco, como se llamaba un cacique huarpe de la zona, abarca los departamentos de Tupungato, Tunuyán y San Carlos. Se apoya sobre el Cordón Frontal de la Cordillera de los Andes y al recorrerlo la mirada se pierde en el paisaje montañoso que, a medida que se avanza hacia el sur, se va haciendo cada vez más árido.
“Mirador de estrellas”, “observatorio de cóndores”, “altura que llega al cielo” son algunos de los significados que se atribuyen a Tupungato, según se parta de la palabra huarpe tupúncatú, de putuncatu o de temongacu. Y no se equivocaban los pueblos originarios: este departamento y el volcán homónimo –uno de los más altos de Sudamérica, con 6570 msnm– son un portal privilegiado abierto al paisaje.
Unos 130 kilómetros al sudoeste de la ciudad de Mendoza, el Parque Provincial Tupungato, de 200.000 hectáreas, es con sus glaciares la más importante reserva de agua provincial, además de hábitat preservado de cóndores y guanacos. Abierto al público de noviembre a marzo, permite caminatas y escaladas en el corazón de las montañas.
El departamento de Tupungato, conocido como “capital de la nuez y vinos de altura”, a lo largo de las RP 89, 88 y 86 va “descorchando” experiencias de enoturismo, con bodegas tradicionales y otras de reciente generación, algunas en manos de empresarios extranjeros.
Alojamiento hay para todos los bolsillos, desde casas de familia con propuestas económicas hasta alternativas de valores internacionales.
Entre estas últimas, al pie del Tupungato se encuentra la estancia “La Alejandra”, en cuya casa de huéspedes amalgama la estructura del antiguo rancho de adobe con detalles de confort. Por su parte, la finca y bodega Atamisque –más de 900 hectáreas en manos del empresario francés John Du Monceau y una capacidad productiva de un millón de litros de vino por año– incluye una cancha de golf de nueve hoyos, una criadero de truchas arcoiris, restoraurantes y habitaciones entre arboledas centenarias.
“Camino se hace al andar…”, pensamos al alejarnos de las parquizaciones de Atamisque y retomar la Ruta del Vino, tan intensa y variada como el perfume del mosto que nos acoge en la bodega nacional y familiar Giaquinta. En ella, dos hermanos, Emilio y Miguel; su madre, que acaba de cumplir 90 años y todavía se entusiasma pelando nueces, y sus hijos mantienen una tradición iniciada por don José, el “nonno” siciliano llegado a la Argentina en 1915.
La tarea fue continuada por el padre de Emilio y Miguel, Francisco, quien falleció el 20 de diciembre de 1980, día en que la bodega empezó a embotellar un vino propio. “Mi padre no llegó a ver nuestra primera etiqueta colocada”, recuerda Emilio. Varias veces premiados, los Giaquinta no pierden de vista la competitividad frente a las nuevas marcas y nos despiden con el “hijo predilecto”, su malbec roble.
De las vides al acero, el empuje de los emprendimientos familiares nos vuelve a sorprender en KDS, una cuchillería artesanal cercana a la bodega de los Giaquinta, también en la RP 88.
Juan Carlos Pereyra Da Silva, su mujer Carmen Karup, y su hijo Pedro Raúl abren las puertas de su casa-taller para explicarnos los secretos de la artesanía. “Casi todos los materiales son importados”, dice Juan Carlos, nacido en Misiones, que abandonó la agricultura al descubrir el mundo de la cuchillería. “Salvo la madera, que en general es local, el resto tiene diferentes proveniencias. El acero para las hojas viene de España y Suecia en especial”, aclara. Y luego nos muestra algunas maderas nacionales (guayacán, palo santo, quebracho colorado, etc.) y otras importadas para los cabos, que también pueden hacerse con raíces, asta de ciervo, marfil y hasta mamut fósil de Siberia. “Los precios de los cuchillos van de 200 a 25.000 pesos aproximadamente”, dice mientras observamos la vitrina con los diferentes modelos, entre ellos un elegante facón, y no podemos evitar el recuerdo de Jorge Luis Borges y su cuento “El encuentro”.
Hacia el sur, en Tunuyán (“miedo a los temblores y ruidos subterráneos” para los pueblos originarios), nos espera una “bodega de garaje”, otra pequeña empresa familiar, a cargo del matrimonio Lorente-Castro y su hijo. Los abuelos Lorente llegaron de Zaragoza, España, en 1860, y se dedicaron a trabajar la tierra y hacer vino. Ahora sus descendientes mantienen la tradición con artesanales tintos y blancos, ofrecen degustaciones y venden frutas secas.
“¿Poder o no poder? Esa es la cuestión” me pregunto cuando nos proponen una cabalgata junto al río Tunuyán, que nace en el volcán Tupungato y en el que se puede practicar rafting. Pero el dilema se mantiene sólo hasta llegar al puesto de los hermanos Contreras, ver sus caballitos criollos y escuchar sus historias de exhibiciones y premios. Cabalgamos alrededor de una hora, entre pedregal y vegetación achaparrada, y retornamos por una alameda que linda con el verde brillante de campos dedicados al cultivo de ajos.
Y si bien al “manzano histórico”, árbol bajo el cual descansó José de San Martín a su regreso de Chile, vamos en camioneta, este paseo se puede realizar a caballo o a pie, como también el cruce de los Andes, excursión que ofrecen cuantos se dedican al rubro, entre ellos los propietarios de la Finca San Jorge.
“Para recargar pilas, solos o en familia, con libros, pero sin televisión ni Internet, acá está nuestra casa”, dicen Beatriz Vaghi y Eduardo Mas, un matrimonio que cambió la ciudad de Buenos Aires por el distrito La Primavera, el más sureño de Tunuyán.
En su vieja casona de los años ’60, con dos habitaciones para el turismo y nueve hectáreas para cultivos orgánicos, el lema es “la autenticidad ante todo”, sea para cruzar, caminando y en verano, la cordillera, participar en el Taller de Pan o pasar unos días “recuperando las tareas de la granja como se hacían hace años”.
Muy cerca de esta finca y tras cruzar el río Tunuyán, frontera entre el departamento homónimo y el de San Carlos, el más antiguo de la provincia de Mendoza, comienza el desafío de descubrir la vieja Ruta 40, su naturaleza y la historia de sus pobladores.
Al alejarnos de la Capital de la Manzana, ahora caracterizada por los vinos de altura, el ripio de la mítica 40 evidencia más y más la transición entre las “tierras del norte” y el paisaje patagónico, una tierra dura que, como sintetiza una nueva propuesta turística en fase de prueba, vale la pena “conocer para querer”.
El recorrido abarca la llamada “Ruta escénica” –170 kilómetros entre las localidades de Pareditas y el Sosneado– que ha programado diez miradores artísticos, con esculturas aún en elaboración que prometen respetar y potenciar “otra mirada” de la zona.
A medida que pasamos de la “cordillera alta a la patagónica”, la guía Rankale Llankinao, de origen pehuenche-mapuche, relata el genocido de los pueblos originarios y revela secretos de las hierbas regionales de valor medicinal, entre ellas la jarilla y el tomillo, y acompaña en el avistaje de choiques (ñandúes), águilas y cóndores.
En busca de compartir vivencias, el puesto de La Gringa Gloria Salinas ofrece mate y tortas fritas antes de seguir ascendiendo hacia Arroyo Hondo, La Faja, el Carrizalito y La Jaula, donde se encuentra la Escuela Yapeyú con su Museo Comunitario realizado entre alumnos, docentes y vecinos.
Mientras esperamos saborear la “chaya de pavo” (guiso tradicional que los pueblos locales realizaban con choique, ahora especie protegida), el río Diamante serpentea en lo bajo, límite sur del departamento de San Carlos, que antiguamente se atravesaba en una jaula colgante. A lo lejos y ya en el departamento de San Rafael, el perfil del Cerro Diamante (2354 msnm) recuerda que aún queda mucho camino por hacer.
Ya de noche llegamos al embalse del Diamante. De allí, la vuelta a Pareditas, unas cabañas y algunas horas de reposo antes de emprender la vuelta por ruta asfaltada al aeropuerto internacional El Plumerillo, de la ciudad de Mendoza.
La experiencia de vivir unos días envueltos en la magia del Valle de Uco habría que proponérsela, aunque sea una vez en la vida…Cuando estes cansado y estresado consultanos, te acercaremos una propuesta de relax, rural y sabrosa, en el Valle de Uco!
Fuente: Página 12, por Dora Salas