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Minas de Salagasta, un rincón olvidado de Mendoza

Un trekking de 6 kilómetros lleva hasta los restos de un valioso yacimiento abandonado en la precordillera desde la década del 50, a unos 25 kilómetros de la capital provincial.

Pasó apenas un instante, como el fugaz vuelo de un cóndor andino, desde que las ventanillas del vehículo dejaron de captar, una tras otra, las postales empastadas por los colores intensos que tiñen el Parque San Martín, el jardín siempre florecido que disfrutan los mendocinos de la capital.

Ahora, una vez que la céntrica avenida San Martín tomó distancia del entorno urbano para mutar en la ruta 52, el paisaje del norte de Mendoza vira drásticamente hacia la inabarcable monotonía de un valle desolado, que se extiende como un gigante recostado sobre el amplio horizonte de la precordillera.

El viento baja a borbotones el aire fresco de las montañas del oeste. Peina los montículos de rocas coloradas y silba largos agudos por las ranuras donde se filtra.

La solitaria silueta de una virgen erguida sobre el techo de un cerro es la primera pista que entrega este inmenso escenario natural para empezar a descubrir las huellas dejadas por la intensa actividad, que un puñado de hombres esforzados desarrolló alguna vez a sus pies. Desde fines del siglo XIX hasta mediados de la década del 50, las Minas de Salagasta arrastraron hasta sus confines ocultos bajo el suelo agrietado a más de 400 personas.

En esos lejanos tiempos que precedieron al auge de la industria vitivinícola, las provincias de Río Negro y San Juan habían logrado situarse al tope de la explotación minera. Entre otras razones, se veían favorecidas por sus extensas reservas de bentonita, hasta que ese preciado mineral también afloró en el subsuelo del departamento Las Heras.

Para sacar el mejor provecho de ese tesoro resguardado bajo tierra, la provincia de Mendoza apeló a los servicios de prestigiosos geólogos, cuyos estudios también detectaron la presencia de grandes existencias de yeso, cobre, oro, plomo y talco en el yacimiento de Salagasta.

 

Un sendero de trekking se despega del puesto El Chavo y a pocos metros pierde la línea, obligado a viborear entre gruesos manojos de arbustos. 

 

El viento sopla cada vez con mayor intensidad y barre todo a su paso, hasta empujar las piedras rojizas esparcidas a lo largo del suelo seco. Pero cede ante las ramas inmóviles de la vegetación, firmemente estiradas de cara al cielo cargado de nubes grises.

 

La excursión demanda una marcha constante, aunque bastante relajada, para completar los 6 kilómetros del itinerario trazado por los guías. De golpe, una serie de paredones de piedra gana espacio entre las siluetas curvilíneas de los cerros superpuestos al fondo de la panorámica. Son los primeros restos de la mina que se interponen en el camino.

Esos muros de líneas rectas sostenían la vivienda del capataz de la mina, una construcción presumiblemente más confortable que las escasas comodidades insinuadas por las ruinas de las barracas destinadas a los obreros, hoy reducidas a una larga hilera de cimientos a la intemperie, reverdecida por el pastizal.

Desde el lúgubre túnel de su boca abierta a la intemperie, un horno de fundición -el destino final de toneladas de yeso y carbón- parece disparar hacia la luz un cúmulo de voces, los ecos todavía audibles del antiguo poblado Los Colorados, borrado del mapa hace más de medio siglo. Otros sonidos llegan a la superficie como susurros incomprensibles desde la oscura profundidad de la galería de la mina, abandonada a su suerte por el agotamiento del mineral.

La misma sensación perturbadora -una rara mezcla de pasado de esplendor con el atronador silencio del presente- transmiten las paredes perforadas de cada pasillo, sala y sector, revelados por el fogonazo de la linterna instalada en el casco de los visitantes. Aquí mismo, tal vez aturdidos por los certeros mazazos que asestaban a las fauces de la Tierra, los mineros decidían qué ofrenda llevarían a la virgen, como una forma de agradecimiento por haberles concedido un futuro esperanzador.

 

Por la misma ruta 52, unos 20 km al norte del desvío a Minas de Salagasta, la Reserva Natural Villavicencio es una de las principales atracciones turísticas de Mendoza. Los visitantes suelen hacer una parada junto a un monumento que homenajea la gesta libertadora de San Martín. 

 

Más adelante, en dirección al paseo de 17 km hasta el mirador Aconcagua (a 3.100 m de altura) por el sinuoso camino Los Caracoles, aparecen los senderos que llevan hasta los petroglifos de Canota y la zona donde surgen las famosas aguas minerales de Villavicencio.

Alrededor del histórico hotel Termas Villavicencio conviven zorros, guanacos, peludos, pumas y cóndores, entre otras especies autóctonas. El área protegida inspiró a los chefs Narda Lepes, Germán Martitegui y Mauro Colagreco para crear las variedades de la bebida Villavicencio de Autor, saborizadas con hierbabuena, marcela, rosa mosqueta, uva y manzana.

 

Fuente: Clarín