En el sur de la provincia de Mendoza, Malargüe es la base para visitar La Payunia, una inhóspita reserva con 890 conos de volcán –la mayor densidad de Sudamérica– y miles de guanacos, ñandúes y vicuñas. Un paisaje árido y fascinante en su eterna soledad.
Casi en plena noche partimos desde Malargüe en camioneta 4×4 hacia uno de los parajes más extraños y desolados de Sudamérica. Solamente en el desierto de Kamchatka en Siberia existe una geografía parecida, con casi un millar de conos de volcán esparcidos en un área de 1.200.000 hectáreas, la extensión de la reserva natural La Payunia.
Unos mates adobados con tomillo –arbusto de la zona– nos activan los sentidos mientras transitamos la ruta 40 hacia el sur. El amanecer se retrasa y a la izquierda divisamos los 2830 metros del volcán Nevado. A sus pies una difusa línea blanca es la laguna de Llancanelo, donde habitan miles de flamencos.
Aún no hemos entrado en La Payunia pero ya se nos cruza en la ruta un zorrito. Y al rato aparece una pareja de cauquenes correteando unos pasos para remontar vuelo.
En el pequeño cerro Ceferino, a la vera de la ruta, se levanta una serie de altares dedicados al Gauchito Gil, la Difunta Correa, San Ceferino y varias vírgenes. Johnny Albino –nuestro experimentado guía de la zona– venía respetando nuestra modorra pero se ve obligado a hablar: “Esto que ven aquí sería una especie de santuario ecuménico surgido de manera espontánea, donde se concentran todas las creencias de la región”.
A lo lejos vemos las cenizas del volcán Quisapo. Alguien del grupo pregunta por ese nombre y Johnny ofrece una insólita respuesta: “La última gran erupción de un volcán en los Andes fue en 1932. En los años ’60 vinieron unos geólogos de la UBA a estudiar el volcán en cuestión, que era éste. Para llegar contrataron a un baqueano chileno y le preguntaron si ése había sido el que erupcionó. La repuesta fue muy chilena: ‘Quizá po’. No se sabe si los geólogos entendieron el mensaje, pero a partir de ese momento el volcán tuvo ese nombre.
En los campos de lava, testimonio de antiguas erupciones, no crece siquiera un arbusto.
Hacia los volcanes. Dejamos la pavimentada ruta 40 para doblar en la RP 186, de ripio pero en buen estado. A la izquierda aparece una antena con la altura de un edificio de 13 pisos. Esa extraña estructura de metal pertenece a la Agencia Espacial Europea y tiene un plato de 45 metros de diámetro que sirve para comunicarse con satélites del espacio profundo a dos millones de kilómetros. Desde aquí se operó el satélite Roseta, que se posó sobre un cometa recientemente.
Ahora sí, entramos a La Payunia bordeando el campo volcánico Llancanelo por la RP 181. Atravesamos las Sierras de Palauco –las más antiguas de la Cordillera de los Andes–, un sector todavía verde y con pequeños molles que parece la sabana africana. Desde el punto de vista fitogeográfico estamos en el ambiente de la Patagonia norte.
El paseo por la reserva La Payunia tiene algo de travesía “interplanetaria”: uno va como por otro mundo lleno de cráteres, alejado de toda civilización. Avanzamos por arenales negros de piedra lapilli con extrañas formaciones geológicas, rodeados por volcanes con su cono como un bonete trunco.
El origen de la reserva, en 1985, se debe a la presión de grupos ecologistas que denunciaron a los clubes de caza que organizaban torneos para capturar guanacos. Los cazadores se apostaban sobre un volcancito y mataban de 100 a 200 guanacos por día. Luego elegían al más grande para presentarlo al jurado.
Los guanacos están en su etapa de migración y los vemos por centenares, agrupándose para emprender una travesía. Se calcula que hay aquí unos 10.000 guanacos que suelen andar en grupos de 20 a 25 individuos. Cada grupo de guanacos tiene un “revolcadero” para darse baños de polvo y un “bosteadero”, donde van con la disciplina de un gato a sus piedritas en una casa. Los que vemos son harenes de hembras con un macho, y aunque su predador principal debería ser el puma, en realidad resulta ser el hombre cazador furtivo.
En general un guanaco anciano es despojado de un harén por otro más joven, luego de una pelea de hasta tres días en la cual se golpean y muerden el cuello ante la vista de las hembras. Pero el espectáculo hoy es otro: este viaje transcurre a comienzos del invierno y diferentes harenes con sus machos se van juntando para migrar. Por eso, a 300 metros de la ruta hay unos 120 guanacos que caminan por la montaña en dirección al sudeste, buscando terrenos más bajos. La finalidad de migrar en grupo es por seguridad: ante el ataque de un puma éste debe separar a una víctima de la manada y la probabilidad para cada uno de ser el elegido es menor. Más adelante nos cruzamos con otros agrupamientos de guanacos. En unas horas vemos un millar de individuos. También hay chinchillones que son tan confiados que se quedan quietos a cinco metros de una persona.
Pobladores del desierto. El aislamiento geográfico y la falta de agua han mantenido a La Payunia casi deshabitada, salvo por unas pocas familias que se dedican a la cría de chivos desde hace generaciones.
La camioneta se detiene frente a una casa de adobe protegida por rectos álamos, Johnny pide permiso y la encuentra sola a doña Matilde Sagal, una de las escasas pobladoras de este desierto.
“¿Y la familia?”, pregunta Johnny. “Es la que ve –responde pícara la señora—, los rajé a todos.” Mientras le pone leña a la salamandra cuenta que su marido e hijo están en la montaña, donde duermen en precarias casas de piedra y barro –a veces con 25 grados bajo cero– cuidando a su medio millar de chivos.
Hemos venido a esta casa a desayunar las tortas fritas de doña Matilde, untadas con mermelada de ciruela que hace ella misma. El piso de la casa es de tierra, el agua la toman de una vertiente (cuando no se congela), usan una cocina económica a leña y otra a gas, al fondo tienen un pequeño matadero, de noche se iluminan gracias a los paneles solares y no tienen teléfono ni televisor.
En la casa también vive el suegro de 85 años de doña Matilde, hoy en Malargüe, y el vecino más cercano está a un kilómetro. La señora nació muy cerca de aquí, en plena nada de La Payunia, su marido en esta casa y el suegro en este mismo campo.
Lo interesante es que los hombres de la familia Sagal son trashumantes. En invierno se quedan aquí con sus chivos pero desde diciembre a abril padre e hijo se van montaña abajo en arreos de varios días en los que duermen en el suelo sobre la montura del caballo. Allí los chivos tienen más pasto.
En La Payunia nunca existió la tradición de usar perros pastores para los arreos. Pero ahora se los está introduciendo a partir de un programa dirigido desde el Estado, porque hay muchos pumas que hacen extremo daño. El método consiste en tomar perros pastores desde que nacen y hacerlos mamar leche de la ubre de una chiva. Al nacer lo primero que ven los perros es una chiva en lugar de una perra y así aprenden a convivir con ellas.
“Después tienen trastornos de identidad, porque no saben si son perro o chivo –agrega Johnny–, pero en la montaña sus ladridos espantan al puma.”
El almuerzo. Al pie del volcán Payún Liso nos detenemos para almorzar unos sándwiches bajo un pequeño techo de troncos. Mal acostumbrados, aparecen los cuises que se acercan hasta un metro a buscar miguitas.
Después del almuerzo Johnny se pone apocalíptico y cuenta que “la tierra está geológicamente viva”. Agrega que mientras se mantenga caliente va a seguir habiendo terremotos, tsunamis y erupciones, consecuencia del calor subterráneo que se va acumulando. En su núcleo la tierra tiene una temperatura de 6600 grados y cuando el magma entra en contacto con el manto litosférico derrite la roca. Ese fluido comienza a subir y se acumula en cámaras magmáticas a cinco kilómetros de la superficie de la tierra. Y al toparse con una grieta ese magma sube otra vez y se forman los volcanes.
Aun inquietos ante la toma de conciencia del infierno de fuego que existe bajo nuestros pies –tanto en La Payunia como en cualquier otro lugar–, salimos a caminar por una gran colada de lava negra y rugosa. Allí viven los confiados chinchillones, que comienzan a aparecer uno tras otro con su aspecto de conejo gordo color marrón con cola de ardilla.
Al fondo del paisaje vemos una inmensa colada negra de 17 kilómetros de largo llamada Escorial de la Media Luna, donde el volcán Santa María vació por completo su contenido, derramándolo por el valle como un río de lava.
Más lejos se levanta el volcán Payún Matrú, el más grande de todos, con una impresionante caldera de nueve kilómetros de diámetro y un lago interior (hay una excursión especial para visitar el cráter por dentro). Hace unos 150.000 años el Payún Matrú erupcionó creando la colada de lava más grande del planeta: mide 174 kilómetros de largo y solamente en Marte existen otras similares.
Nuestro guía disfruta “su” Payunia a cada paso y la explica con orgullo propio: “El año pasado recibí a unos vulcanólogos alemanes que habían recorrido el mundo entero visitando campos volcánicos, y me aseguraron que nunca habían visto otro con semejante riqueza volcánica”. Resulta que aquí se ven los restos de toda clase de erupciones: hawaianas, estrombolianas (de las simples y las violentas), vulcanianas, plinianas y freatomagmáticas. Aquellos alemanes, parece ser, estaban poco menos que en trance descubriendo toda esta complejidad que nosotros no distinguimos a simple vista, pero de alguna manera podemos intuir.
Uno parece estar parado aquí en el momento exacto en que la tierra se enfrió luego de ser una gran bola de magma. Transitamos lo que serían los restos de un apocalipsis de fuego con cráteres derrumbados, cerros basálticos y lava petrificada. Ayer nomás parece haberse extinguido la última columna de humo que brotaba de las entrañas de la tierra, quedando un gran cementerio geológico donde, por contraste con la fauna, se impone la paz más absoluta del universo.
La vida del choique. El correteo del choique con su cuello erguido es uno de los espectáculos más elegantes de La Payunia. Como los guanacos, también forman harenes de varias hembras, que ponen los huevos en un mismo nido a lo largo de 15 días. Luego es el macho el que se sienta a empollar durante 38 días sin levantarse siquiera para comer (las hembras no lo ayudan en nada). Casi famélico, aguanta con estoicismo. Cuando nace el primero de los “charitos”, el macho aparta un huevo de los 35 que suele tener y lo rompe a picotazos. La podredumbre atraerá insectos con los que se alimentará el resto de la cría, gracias al sacrificio de un hermano. Al nacer el último pichón, el macho se para y salen todos a caminar. La única arma de defensa que tienen es la velocidad, haciendo unas fintas asombrosas para desorientar al puma y al zorro, y también dando patadas hacia atrás.
Si querés vivir la Payunia como una experiencia a pleno infórmate aquí
Fuente: Por Julián Varsavsky, Página 12