image

Travesía por las quebradas desconocidas

Tupungato, Chorrillos, Potrero Escondido y río Blanco.

El río Tupungato siempre mereció respeto. Ya los exploradores europeos Zürbriggen, Reichert y Helbling habían experimentado las dificultades del tramo medio del valle. Aunque las décadas pasaron el sector siguió siendo tan poco frecuentado que todavía en pleno siglo XXI en sus laderas se mantienen grandes zonas casi vírgenes.

El andinista ya no medirá la distancia en horas sino en días, difícilmente cruzará más que manadas de guanacos y encontrará valles y montañas escasamente conocidos.

Una mañana de febrero dejamos Punta de Vacas hacia el Sur. Cuando dos horas después dejamos atrás el refugio Río Blanco los senderos desaparecen y pasado el arroyo Plongue la roca vertical del cerro de los Buitres cae directamente sobre el río Tupungato. Antiguamente se trataba de hacer una ardua escalada-travesía pero ahora hay un cable de acero que trasponemos ayudados por nuestro elemental equipo. El último obstáculo es el arroyo Chorrillos que, como todos los cursos de montaña, ha crecido en el calor del día regalándonos sustos y golpes. El agua furiosa arrastra contundentes rocas.

El método de reducir peso resulta, la mochila para 10 días de alta montaña lleva menos de 13 kilos. Armamos la pequeña tienda, un fuego, mates y la escasa cena: en este tipo de trayecto la alimentación en regla, la comodidad y ciertas normas de seguridad son sacrificables.

Nuestro destino es la bella e ignota quebrada Chorrillos, un continuo contraste entre pastizales y riscos verticales. La segunda jornada es corta, 3 horas, otro vadeo y acampamos a 3000 metros, antes que un megalítico escalón rocoso de 400 metros verticales cierre el paso. Parece imposible seguir, los arroyos vuelan sobre el obstáculo. Este es el secreto del valle, por esto ha permanecido virgen.

De madrugada abandonamos el fuego del desayuno. 5 horas, 1300 metros de desnivel por un empinado valle repleto de fósiles, el “Cajón de los Amonites”, nos llevan al portezuelo “De los Guanacos” que años atrás advertimos como alternativa a la escalada del escalón de rocas. Bajamos 700 metros, acampamos y nueva cena miserable.

Al cuarto día partimos otra vez de noche, es clave, tenemos que llegar a lugares que nunca habíamos alcanzado. Entre enormes rocas pasamos el “segundo resalte” subimos a 4.100 m y trasponemos el portezuelo Modesto.

Una caminata de sueños. Un enorme valle ignorado que probablemente recibe las primeras pisadas humanas. Estamos rodeados de montañas anónimas, es el “valle de los Sin Nombre”.

Acampamos. Mi compañero se pierde en un libro de Dostoyevski. Entre copos de nieve y nubes dudosas se escapa la tarde detrás del pico Chorrillos, que no tiene mucho que envidiar a su hermano Matterhorn.

De noche todavía dejamos el campamento remontando las pendientes del cerro que queremos subir. Extrañamente hemos subestimado el ascenso. Luchamos entre riscos, la idea de regresar viene y vuelve. Abandonamos el filo al Oeste, un largo rato sobre terreno del cual no se puede caer y escalamos otra vez hasta el riscoso filo. Estamos sobre los 5.000 metros, casi a la altura de la cima, pero a un kilómetro de distancia. Nuestras zapatillas responden otra vez a esta larga y caótica travesía entre riscos.

La cima no tiene rastros, en adelante será el cerro 34 Leguas, unos 5.150 metros. Es la montaña que cierra hacia el Sur el valle Frío, afluente del río Taguas. Armo la pirca cumbrera y escribo el comprobante. Encontramos un camino de bajada menos peligroso y al ocaso estamos en el campamento.

Al otro día abandonamos el valle de los Sin Nombre y vivaqueamos junto a un pequeño arroyo. Es mi turno con Dostoyevski, un placer en este lugar olvidado. Hemos ahorrado un día, la cena es más abundante.

Cuando dejamos el vivac encaramos otra jornada clave: abandonamos la ruta de subida, ascendemos 800 metros y trasponiendo riscos expuestos nos encaramamos en la cima más austral de macizo de los Clonquis, cerro Horqueta, 4.550 metros. Ubicamos el rastro del primer ascenso que hicimos y sin perder tiempo corremos por los acarreos de Los Clonquis. En una hora perdemos 1.000 metros, tal vez consigamos ahorrar otra jornada.

Volvemos a subir 300 metros hasta el pico Clonquis, un paso ancestral transitado por Federico Reichert a comienzos del siglo XX. Es una subida áspera, solo avanzada la tarde comenzamos a bajar hacia el Potrero Escondido.

Por segunda vez en el día debemos perder 1.000 metros, el descenso se prolonga y el cansancio se acumula como las piedras dentro del calzado. Al final las piernas tiemblan.

Con el último sol reencontramos el agua, le pedimos prestado a unas vacas su lugar de pastoreo y vivaqueamos detrás de una piedra. Aunque ya la comida nos sobra tenemos poca hambre, se nos debe haber achicado el estómago.

El ultimo día es bajada en terreno conocido, en poco tiempo nos amparamos en la sombra del puente del río Blanco. Media tarde nos encuentra en el puesto Guardaparques de Punta de Vacas donde siempre nos han atendido con gran amabilidad.

 

Fuente: Cumbresmountainmagazine.com, por Glauco Muratti