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Un desierto en el corazón

Huayquerías, San Carlos

Huayquerías, San Carlos

La región de Huayquerías, en el Valle de Uco, talla más de cien cañadones que albergan escondidos ojos de agua. La perla se encuentra en el Cañadón de La Salada, donde un trekking conduce a un mágico mundo habitado por pequeñas historias de luna llena y naturaleza.

Las areniscas del suelo y de los paredones desprenden un sonido suave, casi aterciopelado, cuando el grupo inicia la caminata hacia el corazón del desierto de Huayquerías. Los guías cuentan que el viaje más prometedor es cuando se asoma la luna llena –la superluna de noviembre les regaló una noche inolvidable a los suertudos que pudieron llegarse hasta aquí– pero el recorrido se puede hacer en cualquier momento del año. La excursión empieza cuando termina la tarde, porque es cuando este gran desierto se tiñe de naranjas y morados intensos y el cielo se vuelve más azul. Son más de 75 millones de años a nuestros pies. Y es en primavera y verano cuando el clima se vuelve más amable en la montaña. Huayquerías se formó a fuerza de tiempo, viento y lluvia. Cuando emergió la cordillera Frontal que secundó a los Andes, originados 450 millones de años antes.

La inmensidad se impone y gana el silencio cuando el grupo inicia la caminata. El ritmo es suave pero hay que saber que, entre ida y vuelta al corazón de Chihuido, serán unos siete kilómetros a paso lento. Los perfiles se estiran cuando el sol se va escapando y el sitio recuerda a un mini Talampaya. Un cauce seco es la huella, los paredones del cañadón alcanzan los cincuenta metros de altura y los vestigios de un sol que se apaga recorren los muros de areniscas y bañan de dorado algunos bordes.

Hay un alto en el primer momento del sendero y es el que forma el mirador donde se hace el primer stop de la caminata. La vista se extiende hasta el horizonte y el paisaje dibuja una cremallera infinita; es la vista que brinda la mejor dimensión de este desierto antes de continuar el trek y sumergirse en sus entrañas.

Cuando avanza la noche y los expedicionarios se adentran en el cañadón, es el instante perfecto para contemplar el recorrido. Si hay luna, son sus brillos y destellos los que encienden el lugar. Se impone un apagón por si alguno leva linterna encendida y así la atracción por esta naturaleza de tierra es mayor. Es mágico redescubrir el camino, el paisaje y los silencios. Los ojos se acostumbran a la noche incipiente. El destino es la aguada La Salada, una de las tantas que albergan los cañadones: pero aquí, además de brindarle el nombre al lugar –dicen los guías en forma de anuncio y promesa– el paisaje deslumbra.

 

Laberinto de arcilla

Poco tiempo transcurre hasta que el cañadón adquiere forma de laberinto. De tan estrecho, por momentos con abrir los brazos se pueden tocar los paredones con las manos. La arcilla deja su rastro de aspereza en la piel cuando se la acaricia. Uno duda, pero no es de piedra: no está fría, es un reservorio de temperatura ambiente. Quizá es la noche quien redobla su apuesta y aumenta la sugestión. Pero en los tres kilómetros hasta la promesa del ojo de agua, se vuelve más claro el paisaje y las sombras juegan con la emoción.

El Valle de Uco, riquísimo con sus fincas y viñedos, con sus plantaciones de pasturas, frutales y aromáticas, sorprende hacia el este con este desierto que en minutos transporta hacia diversos paisajes. Diferentes. Ocultos, secretos. La sugestión de la noche incipiente, preocupa a los citadinos devenidos caminantes. Como en una pequeña procesión se mueven despacio. Atentos al suelo. El silencio se interrumpe con algún comentario sobre alimañas pero, salvo huellas de puma, no se ha visto otra cosa que haga temer. Los anfitriones son cancheros. Dicen que el león americano es el primero en huir cuando advierte la presencia de personas. Habrá que creerles. Aquí viven los zorros grises, pichis (quirquinchos) y choiques. Para los avistadores de aves, el amanecer es el momento perfecto porque las especies se acercan al agua y en los huecos porosos de los paredones es donde preparan sus nidos.

Ricardo Funes es sancarlino. Hace mil años que redescubre su tierra y se la cuenta y muestra a los visitantes. Tiene más de quince expediciones al “techo de América”, el Aconcagua, pero no duda y elige este rincón del desierto para sentir la naturaleza y la tranquilidad frente a un sinfín de sitios que ha recorrido en su vida. Conoce los secretos donde nace el agua. Y cuenta que es la lluvia que se filtra entre las piedras y los muros de areniscas, que recorre las entrañas de estos cañadones y aflora con sus minerales para formar las  vertientes que se unen al caudal del río Tunuyán. Pero mucho antes, como si descansara de su alocada carrera entre las arenas del tiempo, descansa acumulada en los ojos de agua gigantes que se refugian en secreto por detrás de los cañadones. Son más de cien, en formaciones caprichosas, que cubren y recorren el desierto de Huayquerías. Cada uno lleva su agua para beber: si uno viene de lejos y la prueba, su sabor es algo salado, mientras los anfitriones la encuentran bebible.

Hay distintos trekkings en esta misma experiencia. Sus hacedores lo saben y le añaden valores exquisitos. Como el sonido de un violín que asoma detrás de una de las curvas entre los paredones de arcilla, que se convierten en un anfiteatro natural envolviendo las notas musicales, estirándolas y haciéndolas rodar por el aire hasta los oídos.

La tarde, el anochecer y la noche profunda imprimen luces y colores diferentes y hacen mutar el recorrido. Tanto que a cada paso, si uno gira sobre sus propios talones descubre otro paisaje distinto al que pasó hace un instante. El clima también varía. Aquí dentro y respecto del afuera. Dicen que en verano es como un oasis y está más fresco que en el pueblo.

Caminar no cansa. Y el ritmo cobra entusiasmo con los comentarios y anécdotas que se matizan con los paisajes. Hay historias pehuenches y mapuches: como el nombre “huayquerías”, que se creía un vocablo quechua pero resultó reconocido por los descendientes de pehuenches, que lo relacionan con el lugar donde se preparaban los guerreros. Las historias ancestrales le imprimen densidad a la noche. A metros del ojo de agua, ese espejo al que le llaman La Salada, la luna juega y manda relámpagos plateados que se desprenden de la profundidad del paisaje. Sentarse junto al borde, sobre la arcilla casi en el agua, invita a contemplar otro viraje de este paisaje hecho de lo fundamental: el agua, el aire, la tierra.

La luna está más redonda que nunca. Su baño de luz es más claro que en toda la travesía.

La hora de volver se marca con música. De regreso el paisaje es otro, aunque sea el mismo sendero. Los muros son infinitos y en la oscuridad tocan el cielo. Se encajonan y casi, casi se cierran hacia como un túnel de arcilla. El cauce que forma el camino se estrecha y se abre, traza curvas y esquiva murallones. Dicen los guías que la tierra te abraza y te deja, en cada tramo.

Los sedimentos forman paredones de 50 metros de altura, que a veces no superan el metro de ancho.

 

Datos útiles

A puro canto: en febrero se realiza el Festival de la Tonada.

Vieja Ruta 40: desde San Carlos hacia el sur mendocino hay un tramo de vieja Ruta 40, que propone un trekking entre las fincas. La antigua traza une puesteros, cultura e historia integrando una ruta escénica que fue intervenida por artistas en la movida Pueblo Barro, con obras instaladas en los mirados preferenciales de la travesía.

La mejor arquitectura del mundo: fue el galardón que recibió la bodega Zuccardi Wine ubicada en San Carlos, en el certamen mundial que organiza Best of Wine Tourism y con el que se premia a los mejores sitios en las capitales mundiales del vino.

Claveles: cada 10 de noviembre para festejar el día de la Tradición, se hace la “cabalgata de los claveles”. Cientos de jinetes llegan al desierto y traen en sus sombreros una flor de clavel del aire.

 

Fuente: Página 12, por Sonia Renison