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Lavalle principio y fin

Los genes de los habitantes traen la carga de la supervivencia, en el paraje antiguamente pantanoso devenido en desierto.

El silencio y la apacibilidad de la gente es lo primero que se siente cuando uno llega a Lavalle.

 

Un departamento ubicado a sólo 34 kilómetros de la ciudad de Mendoza, cuya característica principal es un desierto enorme y una historia que se remonta a los tiempos en que esas tierras desbordaban agua y vida con las lagunas del Rosario y de Huanacache. 

 

Las costumbres y la identidad hacen volver la vista hacia los primitivos pobladores de una región que no se dejó vencer por la colonización ni por el avance inminente de un desierto que impacta al visitante y que es parte de la vida de quienes -no sin esfuerzo- han construido allí sus vidas y proyectan su futuro.

 

Lavalle cuenta con una interesante oferta en lo que respecta al turismo cultural y religioso así como a la posibilidad de disfrutar de la naturaleza.

En las fiestas religiosas de Asunción, Lagunas del Rosario, San José y El Cavadito, los visitantes pueden introducirse en las tradiciones típicas de los habitantes de los pueblos de esta región de secano. No faltarán las alusiones a los mitos, leyendas y personajes legendarios que, cuentan, rondan el lugar.

Hacia el este, la Reserva Provincial Florística y Faunística Telteca presenta la vegetación distintiva del noreste mendocino y la exacerbación del desierto con los médanos “Altos Limpios”. Un sitio para encontrar la tan mentada paz y rumiar pensamientos acompañados por el clamor del viento y el murmullo de algunos de los animales que habitan la zona.

Lavalle es un departamento sin grandilocuencias y, justamente por ello, se disfruta y nos introduce en lo natural (si es que eso aún existe) con todo lo que eso implica: sentir lo agreste e interiorizarse en las vidas pasadas y presentes que se desarrollan en mundos con ritmos desconocidos para la gente de la ciudad.

La multiplicidad de recorridos posibles obliga a acotar los paseos si lo que se desea es apropiarse de la tranquilidad de los pueblos del desierto que, vaya paradoja, poseen una gran riqueza para descubrir.

Por este motivo, nuestro paseo se detiene en la Reserva Telteca y en el pueblo de Asunción; realizamos una parada en Villa Tulumaya para visitar el museo histórico y natural del departamento.

 

Calor de hogar

La palabra pueblo connota -entre otras cosas- calidez, solidaridad, comunidad y sencillez. Al llegar a Asunción, uno puede sentir y respirar cada una de esas cosas así como la sensación de adentrarse en un lugar que, aunque cuenta con todos los servicios, parece detenido en el tiempo. Es un lugar pequeño y amable en donde sus pobladores han comenzado a apostar al turismo como una manera más de ganarse la vida.

 

Lo importante es que tienen mucho para ofrecer: desde la visita a la antigua capilla de la Virgen de la Asunción -con su correspondiente museo- hasta cabalgatas, artesanías y exquisitas comidas típicas al abrigo de las casas en las que no faltan las sopaipillas, ni las empanadas y -mucho menos- el sabroso chivo cocinado en el horno de barro.

O sea que es un lugar ideal para quienes gustan de conocer otras culturas, modos de vida distintos y, de paso, instruirse un poco acerca de la manera en que se vivía “allá lejos y hace tiempo”.

Sucede que las 220 personas que allí habitan, se declaran herederos de Paula Guakinchay (de la descendencia del famoso cacique) y todavía conservan algunas costumbres de los Huarpes, entre las que se destacan: el fuerte sentido de pertenencia comunitaria así como algunas técnicas utilizadas para las artesanías en telar y en cuero.

Obligada es, en Asunción, la visita a la vieja capilla de la Virgen de la Asunción (también conocida como Virgen del Tránsito). La devoción a esta imagen nació alrededor de 1700, cuando un cacique la trajo desde Chile para cumplir una promesa durante una batalla.

 

La Virgen tiene su celebración a mediados de agosto, cuando -además- se puede disfrutar de guitarreadas, folclore, carreras cuadreras y comidas típicas en los bodegones.

Sin embargo, la pequeña iglesia no estuvo siempre en donde se ubica ahora ya que, al parecer, fue trasladada varias veces debido a que las crecientes de agua jugaban malas pasadas a los antiguos habitantes. Se cree que la que está en Asunción cuenta con más de un siglo de vida y casi siempre está abierta para quienes llevan ofrendas y flores. Si las puertas estuvieran bajo llave, no hay más que pedir a cualquier poblador que quite el cerrojo.

También en lo alto, y como si fuera una habitación contigua, la gente de Asunción desempolvó sus pertenencias y los objetos que estaban guardados de la vieja iglesia para armar el museo del lugar. Desde estandartes y vestiduras de los sacerdotes que pasaron por allí hasta fotos familiares y otros elementos antiguos se pueden apreciar en el museo. En uno de los cuartos, los dibujos del lavallino Mario Lucero ilustran las historias y las leyendas que la gente de Asunción ha querido dejar sentadas. Las de salamancas y apariciones son sólo algunas.

 

La visita al pueblo también puede complementarse con largas cabalgatas en el desierto, entre ramplones y aguadas. Mientras, la frutilla del postre llega con el almuerzo en el calor del hogar de los asunceños. Exquisitas empanadas y chivos cocinados en el horno de barro son la especialidad y, como tal, todo paladar exigente quedará más que satisfecho.

 

Arena y más arena

Cuesta imaginar que allí haya existido vegetación y hasta grandes algarrobos. Y si de imaginación hablamos, pocos de los que transitan por la ruta 142 saben que a escasos metros se erigen unos médanos con una escasísima vegetación que los fija, pero que no impide que su fisonomía se transforme -en cuestión de días u horas- según los vaivenes y caprichos del viento.

 

Los Altos Limpios sólo se ven “ensuciados” por algo de junquillo y por el parrón, una planta autóctona. Pero es el tupé o pasto salado lo que contribuye a fijar la arena, por la que transitan ratitas de campo y algunos zorros. 

 

Estos sigilosos animales dejan impresas sus huellas y advierten al visitante que la soledad no es tan absoluta como parece. Los remolinos que suelen formarse en los pozos constituyen, para los habitantes del desierto de Lavalle, signos de la magia del medanal. Para los visitantes, la sensación placentera puede parecerse mucho a la magia.

Por las noches, luces malas en las crestas de los médanos, sombras pobladas de gritos, aullidos y murmullos, despiertan la fantasía y generan el clima apropiado para la creación de mitos y leyendas. Pero no sólo para los cuentos es adecuado el lugar ya que -si el sol no arrecia- uno puede sentarse a disfrutar el silencio y la paz que allí existen. Eso sí: a ninguno de nuestros acompañantes les da por deslizarse o rodar por la arena emitiendo gritos, dando tumbos y distribuyendo arena a diestra y siniestra (una actividad ideal, según dicen).

Pocos kilómetros antes de llegar, se encuentra la oficina de guardaparques, por donde es conveniente detenerse antes de continuar hasta los médanos. Este sitio, además, cuenta con baños públicos, mesas para saborear unos mates y hasta un rinconcito en donde hacer un buen asado. Aquí también hay, recreado, un típico puesto lavallino para que el visitante comprenda cómo se vive en esas alejadas zonas.

 

Fuente: Los Andes por Diana Chiani