Mendoza. Tierra árida, de vergeles antiguos, lamentos de zonda, con Puente del Inca de aguas heladas. Por Francis Mallmann.
Por hoy, por este día, sólo queda el último sol. Lava y pinta como una lengua tibia de amor cada hoja de los árboles. Como si todos los besos que di en mi andar de vida y retozos se juntaran aquí, en estos brillos ámbar, de última hora. Pienso en la inevitable simpleza de crecer, como si un arraigo de un solo color tomara mi pensamiento dejándome a corazón abierto, desnudo, bajo una torrencial lluvia que enjuaga los más secretos vestigios de mi memoria. Una lluvia violenta, que me mancha con la placidez del deseo, insinuando los presagios de la noche que vendrá en mi carpa, en el Paso de la Carrera, entre potreros de alfalfa y simientes de brotes de papa, en las alturas cordilleranas. La tierra del puma y el cóndor.
Esta tierra caló hondo en mi sentir. Con el correr de las décadas de trabajo, coronadas con el más bello amor de un mujer precisa. Ella pasó su niñez entre las acequias sanrrafaelinas y los galpones de seca de ciruelos y damascos de su abuelo, que la instruyó con la ilusión y alegría de vivir.
Camino hacia el sur por la ruta 40, saliendo de Luján de Cuyo. Es una extensa avenida de añosos plátanos.
Aquí recaló la esencia de la vida cuyana, que se extiende por kilómetros entre las gloriosas bodegas y las casas simples y hermosas de sus campesinos, como pintadas en acuarelas.
Son los sueños de la provincia; magnánimos de vinos y cordiales de amor; de bicicletas, niños, sombreros, begonias, acequias y humo.
Sí, las begonias plantadas dentro de antiguas latas gigantes de tomates, pintadas de colores, viven su gloria de crepúsculos en las galerías de las casas. Sus moradores toman la fresca con mate y portátil, y en aquellas pequeñas radios, apoyadas en un banquito de madera, el tango suena como debe ser, pastoso, arenoso, con la bella tristeza de los arrabales. Una melancolía subliminalmente argentina.
La razón humana no logra vencer los embates del romance. También el pobre y el rico parecen ser lo mismo, sólo que el pobre, más digno con su pobreza, que compró con ahínco y sufrir, llega a la meta con el hermoso y puro silencio del dolor.
Una vida de remiendo en remiendo, que cala en las plácidas miradas teñidas de paz, al rayo del sol; cosechando, carpiendo y tarareando ilusiones. Para llegar a casa al atardecer con la primera canción de cuna y la última cucharada de sopa.
Las acequias, sumidas de aguas ágiles, humedales para berros silvestres y pastizales de verano donde se sientan los jóvenes a tomarse la mano por primera vez y dar el beso inicial, un beso sin retorno, que nos lleva con el correr de los años por los escarpados caminos de la pasión, el abrazo, el llanto y la felicidad.
Mendoza es una tierra ilustre de sabores con sus empanadas de horno de barro y cebolla, el tomaticán con orégano, el chivo de altura, las ciruelas de San Rafael, las raspaditas de desayuno, la sidra de Tunuyán.
En el sur de las alturas de Malargüe se produce una papa firme y clara que me gusta cocinar al rescoldo de cenizas y pequeñas brasas por horas y sin apuros, hasta que quedan tiernas, casi dulces de humo y carbón, servidas con orégano, ajo y aceite de oliva, con el crocante tierno de una chuleta de novillo en su hueso.
En definitiva, una tierra árida que el hombre a paso lento logró dominar con las aguas de deshielo, creando miles de vergeles fértiles de cosecha, donde además del fruto de gloria, se encontró para siempre el lenguaje del arraigo mendocino, cimentado en el abrazo, la palabra y las tonadas regionales, apoyadas entre asados de jarilla y vino.
Una provincia desmedida de amor. Un homenaje a la diversidad.
Fuente: La Nación, Francis Mallmann