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Siete días de vino y rosas

Ideal para los amantes del vino, la buena gastronomía y los majestuosos paisajes cordilleranos, el paseo por los caminos del vino mendocinos convoca los sabores y aromas de una región privilegiada.

Hoy, lejos de Mendoza, siento que lo que vivimos en ese viaje nos acompañará por el resto de nuestras vidas, dondequiera que estemos. El aroma de las bodegas y el sabor de la comida. El placer y el afecto compartidos. Los colores del otoño fundidos en la cordillera. Y la certeza de que una comida o una copa de vino pueden instalar su aroma en tu alma para siempre.

¿De qué travesía se está hablando? Un viaje de siete días de paseo por la suntuosa Ruta del Vino mendocina con la compañía de ocho amigos entrañables (humorísticamente bautizados “Los Magníficos 8”), un paseo aventurero y esperanzado por algunas de las mejores bodegas y restaurantes de una región transparente que tiene otra medida del tiempo, especialmente en otoño. Si superó toda expectativa, hay que decirlo, fue gracias a los consejos de la periodista mendocina Roxana Badaloni, que conoce la región –sospecho- como el patio de su casa.

Ya en el primer día, las aceitunas verdes “zajadas” (les hacen tres cortes longitudinales a cada una y las curan con cenizas de jume) que probamos en el Mercado Central de Mendoza fueron una revelación. Los Magníficos 8 comenzaron su aprendizaje: el simple sabor de una aceituna, logrado a través de una larga tradición en la cocina, puede llevarte a destinos lejanos en los que el dinero no vale nada.

Otra buena manera de comenzar a recorrer la ruta de los viñedos tuvo lugar en la noche de ese primer día, en el restaurante “M Bistró” del Hotel Hyatt en Mendoza. Solo menciono un plato de los chefs Enrique Palacios y Pablo Gamboa para que se den una idea: Risotto con arroz Carnaroli, queso parmesano, atún grillado, pimientos asados, chauchas y aceite de olivas negras. Y un vino: Piedras Negras Malbec 2013. Lo demás pueden imaginárselo: ambiente elegante y cálido, atención esmerada y un café postrero en la terraza del hotel, amparados por la pálida luna mendocina y la promesa de los días felices por venir.

 

Despacio, escuela

La frase pertenece a uno de los Magníficos 8, la Morsa Maxud, feliz esclavo de los placeres terrenales (especialmente gastronómicos), y define el espíritu de la inolvidable recorrida realizada el segundo día en el departamento Luján de Cuyo. Si cada viaje, cada destino, tiene su medida, su ritmo, el de Mendoza es pausado, pacífico. Y mucho más si se hace a través de Slowcard, uno de los emprendimientos de Ramiro Marquesini, que ofrece un paseo por bodegas y viñedos cercanos en Citroën 3CV de los 70 totalmente restaurados. Pero ahora, mientras recorremos el kilómetro cero de la ruta del vino (a media hora de Mendoza) en cuatro Citroën destinados al grupo, todo el mundanal ruido se diluye en ese tránsito tranquilo, en caminos escoltados por cipreses, alamedas verdes y amarillas y viñedos pletóricos de racimos morados que esperan su resurrección en una botella. Es época de cosecha y el aroma del vino está en el aire. Hombre inteligente y sensible, Marquesini define su propuesta: “Nuestra idea es que el viajero disfrute el camino en el sentido opuesto a la ansiedad de llegar. No lo puedes hacer si vas a 130 kilómetros por hora. Con un Citroën te alejas de la rutina regida por el minutero. Es como un disfraz divertido, en el que el viajero se convierte en un personaje”.

Ajenos al vértigo de las grandes ciudades, los Citroën tripulados por Marquesini y sus amigos llevaron a los Magníficos 8 a la “Bodega Cobos”, en Perdriel, a cargo de Paul Hobbs, Andrea Marchiori y Luis Barraud, socios y enólogos de Viña Cobos. Allí, la dulce voz de la colombiana Claudia Piedra Hita nos dio una clase sobre el delicado trabajo en los viñedos, el equilibrio que debe haber entre los nutrientes del suelo, las plantas, las hojas y los frutos, la concentración de sabores y aromas, la importancia del terroir (o sea el terruño, el conjunto de factores que definen la zona geográfica donde están los viñedos). Nos mostró cómo se separa la uva de las ramas y cómo se almacena. Luego ofreció una degustación de los vinos de Cobos que disolvían todas las desdichas: Felino Malbec, Bramare Apellation Malbec, Bramare Zingaretti Malbec y Bramare Marchiori Cabernet Sauvignon. Los años de cada botella se me perdieron ante esa embriaguez ambiental que evocaba frutas silvestres, ciruelas y otros aromas, mientras viajábamos imaginariamente a los terruños originales con los corazones encendidos.

Luego de un almuerzo en El Puesto del Jamón del Chipica –una fonda de comida generosa y vino fácil–, los Citroën continuaron pausadamente hacia la bodega Bressia, una empresa familiar fundada en 2001 que se dedica –palabras de la directora Marita Bressia– “a elaborar vinos emblemáticos y personalizados con un concepto minimalista, con mínima intervención humana y una tecnología adecuada”. El alma mater de la firma es Walter Bressia, un experimentado enólogo que fue asesor en grandes bodegas hasta que decidió crear con sus hijos esta “bodega de familia”. Hubo una charla distendida, un clima íntimo y sin artificios: los Bressia saben cómo hacerte sentir como en casa. Walter habló y los Magníficos 8 aprendieron muchos secretos de la producción del vino (gran parte de las bodegas está en manos de extranjeros), de la historia de los primeros italianos que llegaron a Mendoza, de cómo la fama del malbec se extendió por el mundo. La degustación de sus excelentes vinos (Bressia Conjuro, Profundo, Piel Negra y Ultima Hoja) y una copa final de grappa Bressia superaron sus palabras. Confirmamos que la verdad más consistente habita en el interior de una botella, si su líquido es el producto de ilustrados artesanos.

El regreso nos deparó una vista, de pasada, de la magnífica y moderna Casarena Bodega y Viñedos, que rinde homenaje a la rica tradición de Agrelo y Perdriel, y de CarinaE, otra bodega del matrimonio de franceses Brigitte y Philippe Subra, en Cruz de Piedra, dos imperdibles de la zona. Es cierto que fueron muchas bodegas –y degustaciones– para un solo día, pero el ritmo pausado aligeró el paseo. De vuelta al hotel, el andar cansino de los Citroën parecía traspasado por la luz del último sol de la tarde y se confundía con el aire diáfano. El otoño en Mendoza tiene esas cosas.

 

La tierra prometida

“¡Miren los colores del Cerro del Plata y el Cordón de Plata cubierto por la nieve. En una mañana limpia, sin nubes, sin viento, es como si los tocáramos con las manos!”, exclamó Felipe Toledo, que organiza inteligentes tours por las bodegas, mientras circulábamos hacia la bodega Catena Zapata (en Agrelo), con un paisaje teñido por álamos, eucaliptos, rosas mosqueta y aguaribay, que, por momentos, parecía fuera de este mundo. En ese tercer día, la visita a Catena Zapata mostró otro de los rostros de la Ruta del Vino: una construcción monumental que reproduce la ruina maya de Tikal (en Guatemala) y recibe a muchos turistas, una gran producción de vinos de alta gama que comenzó el inmigrante italiano Nicola Catena en 1902 en la tierra prometida y continúa hoy con la pasión y los conocimientos que le impuso a la bodega Nicolás Catena en las últimas décadas.

Los Magníficos 8 escucharon atentamente las historias y consejos brindados por la experta Victoria Ferrara en uno de los lujosos salones de la bodega. Por ejemplo, cómo se degusta un vino en cuatro pasos: colocar la copa contra un fondo claro a 45°, llevar el vino a la nariz sin agitar la copa, agitarla y percibir sus aromas y, finalmente, hace un buche en la boca para detectar su sabores. El cuarto paso –el sabor del vino en la boca– fue el más celebrado por el grupo, que se aplicó con destacable fervor a probar los cuatro varietales del 2011 servidos para la ocasión: DV Catena Malbec Nicasia Vineyard, de los viñedos de San Carlos; DV Catena Adriana Vineyard Malbec, de Guaratarí; Angélica Zapata Cabernet Franc Alta, del Valle de Uco, y Dv Catena, Cabernet Sauvignon, de Viñedo La Pirámide.

Esa gente le da una importancia fundamental al lugar de la cosecha y deben tener sus razones. El excelente enólogo de Zapata, Ernesto Bajda, fue terminante: “Somos simples actores para expresar y tratar de cuidar al máximo lo que nos viene del terruño y de los distintos viñedos. Personalmente, como enólogo y como tomador de vinos, me resulta más atractivo conocer de dónde viene lo que tomo que conocer a qué sabe”. Luego de varios tragos y con buenas medidas de la grapa de la casa, los Magníficos 8 viajaron mentalmente a esos terruños y acaso sintieron el agradable relámpago que te perfora la parte del cerebro que registra las sensaciones puras.

El almuerzo de ese día no se quedó en la zaga. El restaurante Osadía, de la bodega Dominio del Plata, de Susana Balbo, es un sitio que despierta los espíritus dormidos con un cuidado jardín que se pierde en los viñedos y en las montañas lejanas. Cosas para destacar: el plato estrella de la casa, Ceja de Aberdeen Angus con Ratatouille Clásico y caviar de setas; algunos de los excelentes vinos –todos premiados– que elabora Susana Balbo: Críos Malbec, Brioso, Torrontés Reservado, Nosotros y los que produce el enólogo y gerente de la bodega Edgardo del Pópolo: Ben Marco Expresivo, malbec y pinot noir. No probamos todos, pero los que probamos te transportan a esferas celestiales. En ese almuerzo difícil de olvidar, nuestra guía Leticia Fragapane desnudó sus sentimientos: “Yo amo a la gente. Mientras más se toma vino, más se aprende y más se ama”.

La visita a la bodega de la familia Zuccardi en Maipú, el cuarto día, fue otra celebración de lo que, en el fondo, persigue todo viajero: vivir el instante sin sacrificarlo al futuro. Esa sucesión de instantes comenzaron en los aromáticos salones que venden los productos de Zuccardi, continuaron con las explicaciones del enólogo y una visita a la fábrica de aceite de oliva y su restaurante, y culminaron en la orgía gastronómica protagonizada por los Magníficos 8 en la Casa del Visitante.

¿Se viaja para recordar? ¿Cuántas veces mojamos ese día un pan fresco en el aceite Zuelo, ligero o espeso, amargo y picante? ¿Cuántas empanadas se comieron en el agasajo informal que nos ofreció Julia Zuccardi? ¿Quién se olvidará del Menú Degustación de siete pasos (y siete vinos) que saboreamos en el restaurante principal? Tengo para mí que la lista era suntuosa: Alma 4 Pinot Chardonnay, Zuccardi Q Chardonnay, Serie A Chardonnay-Voigner, Serie A Sirah, Zuccardi Q Tempranillo y Malamado Malbec. Los Magníficos 8 prolongaron la celebración en el patio sombreado por un frondoso parral con una botella de Zuccardi Aluvional Gualtallary 2013. En instantes como aquellos, la mente parecía flotar sin pensamiento sobre el verde prado alfombrado de tréboles y la mirada se perdía entre los olivos y los aguaribay.

Con el cerebro invadido por esos buenos “caldos”, intuimos que ese espacio tenía una admirable unidad y era tan puro como el aroma de los árboles y la amistad verdadera.

 

Con los brazos abiertos

El quinto día viajamos al famoso Valle de Uco, donde se concentran otras de las buenas bodegas y viñedos mendocinos de la Ruta del Vino. El valle es un sitio bendecido por la naturaleza y su paisaje tiene la capacidad de establecer un magnífico diálogo con la cabeza si uno se detiene a apreciarlo sin apuro. Con ese espíritu llegamos a la bodega que Rutini posee en Uco. ¿Suena creíble decir que esa jornada fue tan espléndida como las anteriores? Créanme que sí lo fue. Aunque la bodega no está abierta al turismo –se pueden concertar visitas programadas–, la gente de Rutini Wines nos recibió como se recibe a gente conocida, fraterna. Recordé la frase de un amigo de Marquesini, el de los Citroën. Jony Karzovnik había dicho: “El mendocino tiene el carácter de los montañeses. Son personas cerradas, tranquilas, ponen barreras, pero cuando entrás y te aceptan, sos como un hermano”.

Con esa sensación recorrimos la bodega ilustrada por las explicaciones de Pilar Fontana y almorzamos en un amplio comedor del segundo piso, con amplios ventanales que ilustraban el paisaje de los viñedos de Uco y, al fondo, la Cordillera de nieves eternas. Vistos desde cualquier ángulo y resguardados de la polución turística, los viñedos de Rutini ofrecían seguridad, colores, horizontes, sonidos, silencios, formas y proporciones suficientes como para que la vida de uno transpire eternidad completa. La camaradería se encaminó hacia una tarde larga servida con grapa Rutini. Cuando se toma una grapa como esa, solo hay que hablar de cosas sencillas y verdaderas. Los Magníficos 8 sospecharon que el Dios más auténtico estaba cabalgando por encima de las copas.

 

Vino, pasión y arte

El sexto día, en el espléndido almuerzo en la bodega Andeluna, acaso quedó demostrado que, en el nuevo milenio, el ser humano a veces da más importancia al estómago que al cerebro. En el séptimo y último día del paseo también quedó demostrado que ese fundamentalismo del estómago puede convivir perfectamente con el espíritu y el arte en la bodega O’ Fournier, en La Consulta (hoy Alfa Crux). Desde lejos, esta bodega parece la obra de un arquitecto decidido a romper todos los moldes: un gigantesco techo suspendido en el centro por cuatro columnas, un edificio armonioso al lado de un lago artificial y el verde que contrasta con la aridez del suelo. El español José Manuel Ortega Gil-Fournier, un economista que se graduó en Pensilvania, trabajó en Goldman Sachs y en el Grupo Santander, es el intrépido que quince años años atrás se jugó los destinos en esta región mendocina.

Con bodegas en el Valle del Duero en España, el Valle del Maule en Chile y en el Valle de Uco, la empresa a la que pertenece Gil-Fournier viene de una larga tradición española en la fabricación de vinos. ¿Por qué Mendoza? Don José es un hombre que no ahorra la pasión: ”Pues hombre, que esto es una mezcla de belleza absoluta y locura plena. Belleza absoluta de la zona y locura de los pioneros que vinimos aquí. Esto, cuando empezamos hace 15 años, era todo terreno pelado. Luego incorporamos la mejor tecnología para hacer los vinos con métodos españoles, inauguramos el restaurante y fomentamos el turismo. La verdad, fuimos innovadores hasta en la gastronomía: el restaurante de mi mujer Nadia Harón, en Mendoza, fue elegido como el mejor de Argentina en 2011. Hombre, aquí han venido el chef privado de Fidel Castro y grandes chefs de New York, México y Shangai”.

Don José promociona fervorosamente su creación y hay que reconocer que tiene con qué. Los Magníficos 8 recorrieron la hermosa cava con barricas de roble francés cuya luz se proyectaba en los fascinantes cuadros repartidos a lo largo de los depósitos. Arte y vino hacen una buena combinación. En esa madera noble dormía su sueño de perfección uno de los mejores vinos de la bodega: el Alfa Crux. Ese fue el vino que nos sirvieron en la degustación llevada a cabo en el restaurante con un menú suntuoso coronado por un plato sublime: caracú con su carne cocida durante 10 horas con vino chardonnay.

“Dios reside en Buenos Aires, pero come en Mendoza”. Eso dijo este español vehemente al tiempo que nos servían un licor de nuez Cariatis y una grappa que evocaba tiempos remotos. Disfrutamos la sobremesa con la conciencia de que era la última, con la certeza de que las comidas y los vinos son mejores si se los comparte con amigos y con la plenitud de esos días serenos e intensos a la vez. Es difícil encontrarle algún defecto a este viaje, pero me atrevo a mencionar uno: la ruta del vino no está bien señalizada y deberían arreglar eso. Lo demás, son vinos y rosas. Cuando volvíamos al hotel, miramos en silencio los viñedos resplandecientes y las nubes de plata y de marfil que flotaban sobre la cordillera. Con una certidumbre: estábamos archivando esa plenitud y ese paisaje para la memoria futura.

Hoy, lejos de Mendoza, siento que fue una buena travesía por los sentidos, por la celebración de los afectos y también una forma de conocimiento. No paso todo mi tiempo evocando ese viaje. Solo los días impares.

 

Fuente: Clarín Viajes por Juan Bedoian